Guerra en la interdependencia
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Rusia no es una potencia autárquica, sino muy a expensas del resto del mundo; la globalización de su economía no ha evitado la guerra, pero es una oportunidad para la pazLas democracias civilizan las sociedades, convierten a los enemigos en adversarios, encauzan los conflictos y neutralizan la violencia. Esto no significa que no haya en ellas profundas diferencias y brechas, sino tan solo que hemos renunciado a considerarlas como un motivo suficiente para recurrir a ... la fuerza física. El antagonismo suele ser más gestual y de intereses que otra cosa, pero incluso cuando los discursos expresan una gran hostilidad no llevan a las consecuencias que se seguirían de tomar literalmente las palabras que se dicen. El aprendizaje democrático implica, entre otras cosas, la capacidad de descodificar los discursos, especialmente los más agresivos. No solo es que sea muy inverosímil que un Estado democrático haga la guerra contra otro, sino que la democracia ofrece cauces, con mayor o menor eficacia, para que los conflictos, por muy intensos que resulten, puedan resolverse sin el recurso a la violencia.
Alguien podría contradecir esta idea señalando el incremento de agresividad verbal en las redes sociales, pero aquí el adjetivo «verbal» es clave. La actual polarización no tiene nada que ver con el drama de la guerra, es literalmente su contrario. Pese al tono épico de muchos discursos, crispación y antagonismos dramatizados, hemos entrado plenamente en lo que se puede llamar «sociedades postheroicas», donde la agitación ideológica no se resuelve en victorias y derrotas, hay muchas limitaciones, externas y propias, de manera que ni siquiera los llamamientos más hostiles al combate se traducen en actos de violencia. El terrorismo no era más que la pervivencia de un mundo que hacía tiempo había desaparecido y el asalto al Capitolio de Washington fue un fenómeno puntual que no puso en peligro a la democracia, sino más bien a sus autores.
La irrupción de una guerra cercana con todos sus atributos pone de manifiesto, por contraste, hasta qué punto la penosa polarización de una sociedad democrática no es nada parecido a un enfrentamiento bélico, ni el preámbulo de una guerra, sino lo que la sustituye; en las sociedades democráticas el griterío y la fragmentación raramente se traducen en violencia física. Frente a un lugar común que equipara el conflicto democrático con una guerra larvada, en mi opinión se trata de exactamente lo contrario: es el tipo de confrontación ideológica que podemos permitirnos quienes nos sabemos contenidos por una relación con los adversarios que únicamente tiene de bélico el gesto y el vocabulario.
Si la invasión militar de Ucrania nos estremece es porque produce una simplificación a la que nos habíamos desacostumbrado. Ese conflicto no solo se caracteriza por el protagonismo de la fuerza bruta, sino porque ha simplificado el mundo y nos ha hecho redescubrir al enemigo, ahora ya sin ninguna matización civilizatoria. El mundo vuelve a dividirse, el bien y el mal chocan en el campo de batalla, parece que no hay otra cosa que democracias o sistemas autoritarios y hasta la Unión Europea olvida por un momento sus habituales discusiones y fracturas. Pero no deberíamos perder de vista que la guerra solo aparentemente divide el mundo en dos (sigue habiendo una sociedad mundial unificada por relaciones de interdependencia) y solo provisionalmente cohesiona el interior de cada uno de esos dos bandos (en cuanto las cosas se arreglen, desaparecerá la unanimidad de la UE, por ejemplo, y tal vez veamos disensiones relevantes en la sociedad rusa).
Aunque la invasión de Rusia nos haya hecho retroceder hacia la brutalidad más propia del pasado colonial que del civilizado mundo global, esta guerra tiene lugar en un mundo interdependiente y donde mejor se comprueba es en el instrumento de las sanciones económicas, su eficacia y su ambigüedad. Estas sanciones solo tienen sentido y efectos de castigo en la medida en que Rusia no es una potencia autárquica, sino muy dependiente del resto del mundo. Aunque la interdependencia económica de Rusia no ha sido suficiente para impedir la guerra, la globalización de su economía es una oportunidad para conseguir la paz. Es la creciente interdependencia de la Rusia post-soviética lo que proporciona una oportunidad no militar para forzar una rectificación.
Ahora bien, la guerra simplifica, pero no del todo ni por mucho tiempo. La complejidad aparece de otra manera, que se muestra muy bien en la naturaleza controvertida de las sanciones, que tienen un efecto negativo también sobre quien las impone. La «interdependencia como arma» (Farrell/Newman) no deja de tener un doble filo, con sus efectos dañinos también sobre quien la emplea, de lo que es un caso singular la dependencia energética de Europa respecto de Rusia, razón por la cual ha limitado las sanciones en este campo. Una cosa son las contraposiciones ideológicas simples que la guerra amplifica y otra el modo como todos los actores dependen entre sí. Hemos redescubierto un enemigo, pero también alguien del que dependemos, precisamente porque estamos en un escenario mundial de dependencias recíprocas, en lo que se refiere al mercado de la energía, la división global del trabajo, las cadenas de suministro o las infraestructuras. Incluso en medio de una abierta confrontación bélica, buena parte de ello no se interrumpe, resulta controvertido por sus posibles efectos o abiertamente rechazado (como en la negativa de Alemania a dejar de recibir gas ruso, del que tanto depende).
Las sanciones son posibles en un mundo globalizado, pero también resultan lesivas de algún modo para quienes las decretan. Expulsar a Rusia del sistema SWIFT nos daña también a quienes nos quedamos en él y no podremos recibir aquellos pagos que nos adeude; interrumpir las relaciones económicas de Rusia con el resto del mundo equivale a interrumpir las relaciones económicas del resto del mundo con Rusia; cortar un determinado suministro energético obliga a buscarlo en otro sitio. La crisis tendrá efectos negativos en la economía mundial en términos de débil crecimiento, interrupción del comercio y aumento de la inflación.
La posibilidad de hacer la guerra por otros medios y la imposibilidad de sustraerse a los impactos negativos de ese modo de hacer la guerra son debidos a la propia naturaleza del mundo interdependiente. La densidad de las dependencias es tanta &ndashtal vez, demasiada&ndash que, aunque ha tenido indudables efectos civilizatorios, también ha permitido la pervivencia de regímenes impresentables de los que dependíamos. Nos hará falta una especial habilidad para convertir a la interdependencia en un factor de civilización y minimizar las oportunidades que otorga a quienes se benefician del hecho de que dependemos, por ejemplo, de un suministrador de energía tan impresentable como Rusia. La guerra polariza, pero no suprime del todo el hecho de que compartimos un mismo mundo, un mundo que no es binario sino acoplado de forma compleja, interconectado tanto para lo bueno como para lo malo. Gobernarlo bien es facilitar las dependencias que tienen efectos pacificadores y civilizatorios, mientras se reducen aquellas otras que nos ponen en manos de cualquier sátrapa.
Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la UPV/ EHU y profesor en el Instituto Europeo de Florencia
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