En el actual guirigay nacional cada vez más personas manifiestan su hartazgo. Como buenamente puede, cada cual busca cómo evadirse del torrencial martilleo de informaciones sobre una exasperante realidad cotidiana, para serenar el ánimo conturbado. Asistimos sin respiro a un inacabable cuestionamiento, sobre actitudes y ... propuestas referentes a intereses comunes. Con ánimo hostil, sin disimulo. Con una resonancia amplificada sin límites ni cortapisas, gracias al tremendo poder de las redes sociales, en un coqueteo verbal rozando los límites de una violencia contenida hasta ahora. Cualquier aspecto de la vida en sociedad despierta una sonora respuesta, aplaudida o discrepante según quien la formule. Cada vez más estamos por fuerza acostumbrados, con el peligro cierto de evadirnos de participar en los problemas que nos acucian, desligándonos de tan molestos zumbidos. Es fácil aventurar sin margen de error las respuestas a iniciativas formuladas por el oponente. Rebatidas y aplaudidas por igual por el coro de fieles habitual, con réplicas cortadas con similar patrón repetitivo, monótono, establecido de antemano. Desde una perspectiva aséptica cabría interpretar que en alguna ocasión tendrá crédito aceptable cualquier propuesta si se analiza desprejuiciada, tanto da que sea formulada por unos como por otros. Pero parece una utopía teñida de puerilidad a la vista de las réplicas de patrón uniforme, sin desvíos de la ortodoxia propia, para negar y descalificar cuanto propongan los digamos contrarios. Y así sin descanso transcurren los días, en una larvada tensión que convulsiona la convivencia en una sociedad se supone adulta y civilizada como la nuestra.
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En este reiterado arrebato cotidiano no ha servido siquiera de lenitivo para tranquilizar el desaliento el pobre papel desempeñado estos días por la selección nacional de fútbol. Apeada con pena, sin gloria, en los primeros compases, cuando las expectativas depositadas habían sido tal vez demasiado complacientes y elevadas. En el supuesto improbable, visto el juego desplegado –obsoleto, ramplón y muy aburrido, cuando desde siempre los goles se marcan hacia adelante– de haber alcanzado cotas más destacadas en la competición, o incluso de haberla ganado, hubiéramos asistido a expresiones y manifestaciones colectivas de cohesión social, tan necesarias para una convivencia armónica y educada. Con el ejemplo de lo que aconteció en el Mundial de Sudáfrica, en el que el sentimiento de pertenencia a una comunidad emergió con fuerza irresistible, marchitada como flor de un día, por la realidad cotidiana que nos ocupa y preocupa.
Pero así discurren los afanes y los días en permanente debate. Puesta en tela de juicio la cohesión unitaria de España como entidad, al abrigo de la tendencia creciente de revisar el pasado y, en un rasgo de corrección política irreflexiva, reinterpretarlo a conveniencia, aplicando criterios morales actuales. Una controversia sobre la unidad colectiva nacional que se arrastra durante siglos, desde la decadencia de los últimos siglos y determinar si existen intereses comunes basados en una identidad del ser español. Es una polémica interminable, implicados los más destacados intelectuales que en nuestro país han sido. Por fuerza descollando la generación del 98 empeñada en desterrar arraigados prejuicios trasnochados, apostando hacia el común proyecto europeo. En un afán renovador al que han contribuido con sus estudios eminentes intelectuales extranjeros, amantes de nuestro rico patrimonio cultural desperdigados por el mundo. Un admirable conjunto agrupado con el augusto nombre de hispanistas, principalmente británicos, franceses y norteamericanos, entre los que destacan el citado Joseph Pérez, John Elliot, Geoffrey Parker, Raymond Carr, Fernández Armesto, Paul Preston, Pierre Vilar, Bartolomé Bennásar o Jonathan Brown. De excelso nivel intelectual asentando y arriesgando opiniones y teorías basadas en un conocimiento enciclopédico, trabajado expurgando códices y manuscritos en archivos y bibliotecas. La reciente muerte de uno de los más destacados, John Elliot, catedrático de Oxford, refuerza reivindicar su legado. Un enamorado de nuestro país, con trabajos esenciales sobre el imperio español en el que destaca su pasión por la biografía del Conde Duque de Olivares. Como su más reciente incursión en nuestros desvelos, en un libro en el que aborda con criterio de sensibilidad y diplomacia el reciente conflicto catalán en su libro 'Escocia y Cataluña, dos problemas comunes'.
Las disquisiciones sobre la perenne e irresuelta cuestión nacional parecen sin embargo tener los días contados, al menos para los no versados. Las consideraciones utilitaristas priman en la enseñanza, relegando el estudio de las humanidades, por planteamientos pedagógicos insólitos de difícil comprensión para los profanos. Cuando se tiene la intención de comenzar el estudio de nuestro pasado histórico parcelado por territorios o relatando lo ocurrido a partir de tan solo 1812, se barrunta una ignorancia supina sonrojante en cualquier contexto. Conocer nuestro legado es esencial para poder, desde nuestro conocimiento, encauzar con garantías el futuro.
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