La política española vive en el día de la marmota en lo que se refiere a la cuestión territorial y, una vez más, el referéndum de autodeterminación en Cataluña ha vuelto a situarse en el centro del debate. Eso sí, nadie debe sorprenderse. No nos ... debe asombrar ni que el presidente de la Generalidad catalana haya puesto encima de la mesa celebrar un referéndum pactado; ni que la Mesa del Parlamento catalán, con los votos de Junts y de la CUP, haya dado curso a una iniciativa legislativa popular para la «declaración de la independencia de Cataluña», que ha tenido que ser paralizada cautelarmente por el Tribunal Constitucional tras ser impugnada por el Gobierno de la Nación. Y no debe sorprender porque todo ello estaba ya en los pactos de gobierno que firmó el PSOE con Junts en noviembre de 2023.

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Más allá, la idea de la autodeterminación ha planeado la política española en nuestra historia reciente. Se trata, al final, de una cuestión que tenemos que «conllevar», por decirlo con Ortega. Ya en nuestros debates constituyentes en 1978 se rechazó una enmienda que pretendía incluir en la Constitución un derecho de autodeterminación y, desde entonces, ha sido una reivindicación recurrente (desde el 'Plan Ibarretxe' al largo 'procés' iniciado en 2010).

Pues bien, como ha afirmado el profesor Josu de Miguel, hablar de secesión constitucional es un «oxímoron jurídico». Salvo algunos ejemplos excepcionalísimos (como Etiopía, Sudán o, por citar uno más cercano, el Principado de Liechtenstein en su Constitución de 1921), ninguna Constitución nacional prevé una cláusula de autodeterminación. Todo lo contrario. La regla en el constitucionalismo comparado es que se reconozca la indivisibilidad del Estado, ya sea por expresa disposición constitucional (por ejemplo, Francia, Italia o Portugal) o porque así lo han reconocido sus tribunales constitucionales (como en EE UU o Alemania). Y, a este respecto, la Constitución española de 1978 no fue excepción: reconoce la autonomía de las «nacionalidades y regiones», pero afirma con rotundidad la «indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» (art. 2).

Ahora bien, hoy día, en el constitucionalismo democrático hay dos formas de enfrentarse a la cuestión de la secesión. Por un lado, el paradigma clásico que afirma la indiscutible indivisibilidad del Estado, negando incluso la posibilidad de reformar la Constitución para amparar una secesión, por lo que ésta sólo se podría alcanzar a través de un acto revolucionario. A esta lógica responden la Constitución portuguesa y así se han expresado el Tribunal Supremo norteamericano (1868) y, más recientemente, los tribunales constitucionales alemán (2016) o italiano (2015). Pero, por otro lado, tras el dictamen del Tribunal Supremo canadiense de 1998, se ha extendido la convicción de que los principios democráticos y federal exigen abrir vías de diálogo cuando en un territorio hay una demanda secesionista sostenida en el tiempo y por una mayoría social amplia. Una posición que ha llevado a no pocos juristas de nuestro país, incluido Rubio Llorente, maestro de constitucionalistas, a indagar hasta qué punto sería constitucional celebrar un referéndum consultivo, pactado con el Estado, en el que se preguntara por la independencia a los catalanes.

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¿Y qué ha dicho nuestro Tribunal Constitucional? El Tribunal Constitucional español ha sentado una doctrina, a mi entender, sumamente razonable: las cuestiones que afectan a los fundamentos del orden constitucional (y la unidad de la nación es una de ellas indudablemente) solo pueden «ser objeto de consulta popular por vía del referéndum de revisión constitucional». Es decir, la vía democrática es la reforma de la Constitución, que incluye el referéndum como estación de término, pero excluye referendos consultivos previos.

Una doctrina más generosa que la del tribunal constitucional alemán o italiano, que sirve para deslegitimar cualquier pretensión de ruptura unilateral. Pero, además, la reforma constitucional ofrece un procedimiento que preserva nuestra democracia representativa frente al riesgo plebiscitario que suponen los referendos. De hecho, después de lo sucedido en Reino Unido, sería suicida minusvalorar lo pernicioso que podría ser que nuestro país cayera en una deriva plebiscitaria que podría hacer saltar por los aires nuestro modelo de democracia.

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Por estas razones, creo que una reforma constitucional con vocación federal es la única vía para salir de esta profunda crisis con un mínimo de solidez. Toca alcanzar acuerdos constitucionales que racionalicen la vertebración territorial de nuestro país, garantizando su cohesión, al tiempo que nos permitan una conllevanza del independentismo. Para culminar una reforma así, sólo necesitamos voluntad de entendimiento.

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