Que a mi gato le pusiera el nombre con el que los brujos británicos solían llamar a los suyos en la baja Edad Media no es motivo para que me ataque a muerte. Mi gato 'Grey Martin', Martín 'el gris', no puede soportar verme escribiendo ... columnas de prensa en el ordenador. Lo transforma en un peludo teleñeco diabólico, del que es imposible desprenderse ni siquiera enseñándole la Cruz de Santiago que llevo al cuello. En cuanto escucha un 'clack', da un salto a la mesa, pasa pisando las teclas como primera y única advertencia, maúlla de forma espeluznante, como desde el eco de un panteón, y, en cero coma, me raja los brazos y muerde las manos hasta el hueso, sacudiendo su cabeza para desgarrar mejor las venas, como hacen sus primos grandes de la sabana. Sencillamente, se indigna. Pago el tributo de sangre, no poca, que me cuesta cada vez escribir los artículos del periódico. Voy hecho un Santo Cristo y no sabría qué decir a la policía si me preguntara por mis siempre frescas salpicaduras en la ropa.

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Pero yo creo que mi gato está intentando transmitirme un mensaje positivo, y siente impotencia de que no me dé por concernido. Pienso si al igual que las obras maestras las escribe Dios mismo a través de una mano interpuesta, siendo esta la explicación de que autores mediocres hayan podido firmar algo una vez misteriosamente divino, también puede ser que algo o alguien, tal vez un espíritu benéfico, esté utilizando a mi gato para decirme que qué coño hago aún escribiendo, a mi edad. Que estoy perdiendo el tiempo, que hace demasiado que si hubiese tenido que llegar a alguna parte en esto que fue una profesión y ahora es un hobby habría llegado a esa parte y aún habría dado tiempo a llegar cuarenta pueblos más allá. Que lo único que estoy consiguiendo es cultivar la melancolía que inoculan todas las ilusiones perdidas y que, como diría el señor Wallace en 'Pulp Fiction' de Tarantino, «no existe la gran noche para los boxeadores veteranos». Bueno, para George Foreman llegó, pero yo no me parezco a George Foreman. Por utilizar las palabras de otro campeón de los pesos pesados («yo fui negro una vez, cuando era pobre»), yo pasé a ser negro cuando empecé a ser pobre.

En este sentido, 'Grey Martin' sería un psicopompo, un intermediario o guía de unas fuerzas cósmicas que se me escapan, pero que miran por mi bien. Casi oigo susurrar, en alguna parte, al tiempo que mi gato se despacha con mi carne: «Déjate la tecla y ponte a cavar hoyos con un pico y el sol en el lomo». El resto del tiempo mi gato es un azucarillo, mimoso como un peluche y fidelísimo como guardián de mis siempre agitados y tristes sueños, despertándome suavemente cuando van a peor y me escucha hablar solo. Es solamente cuando nota que intento escribir cuando se pone como una ministra en una manifa feminista. Ya no lo haré más, gato querido, digo, no intentaré más otra palabra. Pero este vicio me va a matar. O no sé si hará antes que me maten.

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