Un español sabe reconocer un buen funeral. La muerte en nosotros es algo tan intensamente cultural que valoramos los rituales más que otros países. Es algo ancestral, es nuestra deriva histórica que, al colisionar con la muerte azteca y, en general, prehispánica, generó una especie ... de concepto hispánico de supermuerte en tiempos de la Inquisición y, casi, hasta ahora. Las guerras hicieron el resto, pero este artículo no va de historia pasada sino de la que se produce hoy.
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Ahora todo es histórico, todo cambia algo la época, todo es memorable. Por una parte las redes han alterado las ideas de archivo y de temporalidad y por otra es cierto que han ocurrido sucesos determinantes que han cambiado las inercias históricas de los últimos 80 años, marcados por una idea de placidez y fe en futuros mejores. De alguna forma seguimos rebuscando estupefactos y polvorientos entre las ruinas de las Torres Gemelas los augurios del siglo más trepidante de la historia. Un funeral es un acontecimiento triste, de llanto y de reparto de pertenencias de alguien que, seguramente, será ignorado por la historia y olvidado por casi todos. El cuerpo de quien amamos yace en una habitación climatizada de tanatorio afilando sus rasgos rodeado de coronas y flores en esa intensa metáfora visual de lo que marchitará perdiendo la belleza. Unas veces el cuerpo está visible, otras no por distintas razones que van de lo emocional a lo causal.
El funeral de la reina Isabel II ha cambiado los paradigmas. Para empezar ha traído algo bueno para Reino Unido, hasta hace un mes sumido en una crisis 'postBréxit' que va de la economía a la pérdida de orgullo irresuelta del periodo poscolonial, solo aliviada por una de las últimas guerras coloniales, la de las Malvinas. Para definir a Gran Bretaña después de la II Guerra Mundial, diríamos que andaba descolocada.
Cuando hace dos semanas fallecía Isabel no sabíamos que pasó sus últimos meses preparando su funeral. En un 'post' memorable, Francesc Torres diseccionaba la fotografía del saludo a la nueva primera ministra Truss hallando el tono azulado y la falta de oxígeno en sangre de la mano de una mujer que estaba ya muerta en vida pero que seguía trabajando por lo más sagrado: su regia dinastía. Isabel no intervino en guerras, ni en política, ni hizo nada 'real' por su país, pero era como una especie de proyección física del alma de Gran Bretaña. Era un poco como Lola Flores, que ni canta ni baila pero no se la pierdan. Preparando su funeral rendía un último servicio al país. La imagino en su último día en salas llenas de planos en los que alguien dibujaba recorridos o revisaba protocolos para funerales reales, revisando cuadros de entierros antiguos o ideando fórmulas. Todos los que trabajasen en esta súper producción han hecho historia del espectáculo.
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En los primeros días, la comunicación por parte de la BBC era tan buena que parecía cine. Drones y helicópteros embellecían cualquier escena, desde un coche fúnebre recorriendo la campiña a la grandeza de los castillos escoceses. El impacto había sido excelentemente comunicado, tanto que la capital de uno de los rivales históricos de la pérfida Albión, eterno reclamante de la devolución de Gibraltar, decretaba tres días de luto por la monarca extranjera que mantuvo el peñón bajo bandera británica. En un ejercicio del absurdo tipo Ionesco la Junta de Andalucía hizo lo propio al día siguiente. Se había conseguido influir tanto en la opinión pública global que National Geographic puso en la calle un número especial en 7 días sobre la vida de la Reina. Cuando pensábamos que habíamos visto toda la función, esta daba un giro insospechado por deseo de una mujer que, solo entonces, entendí que era absolutamente extraordinaria.
Lo que vimos en ese momento fue una caja cubierta de coloridas banderas y rodeada por cuatro casi escultóricos guardias de gala. En el Louvre se encuentra el monumento fúnebre de Philippe Pot, una bellísima escultura en el que ocho encapuchados portan al difunto. Es una obra llena de escudos, emblemas y macabra belleza. La reina de Inglaterra, que seguro vio este monumento, no: ella no era una escultura sino un cuerpo en descomposición, pero se ocultaba en un impresionante estuche rodeada de soldados en el entorno de un gran edificio gótico minuciosamente preparado como sala de exposiciones. La reina pensó en sus últimos meses que su paso a la historia fuese como la obra de arte expuesta en un gran museo, y lo ha conseguido. El impacto de las imágenes, el rigor de los ceremoniales, la pompa del protocolo, las filas de reyes (el nuestro en segunda) deseosos de estar allí han sido el mayor triunfo de Inglaterra desde el mejor Churchill. Han recuperado con todo este aparato el brillo del viejo imperio perdido. Ahora hay que llevar este deslumbramiento a la realidad del día a día con un rey visiblemente menos capaz que la brillante Isabel. Y, por otra parte, Philippe Pot seguirá en el Louvre pero la reina abandonó el edificio de la forma más aparatosamente bella desde los catafalcos imperiales de Felipe II.
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Ha muerto en los mismos días, sin prepararlo, Javier Marías, quien en su soberbia novela 'Corazón tan blanco' recurre a Lady MacBeth para decir que los dormidos y los muertos no son sino como imágenes o pinturas, depende de la traducción. Es apropiado cerrar esto con Sheakespeare.
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