Alas obligadas divisiones del mundo entre ricos y pobres, progresistas y conservadores, feos y guapos, añado hoy, en las significativas fechas veraniegas en las que nos encontramos, los que prefieren el calor o el frío. Parece una tontería, pero no lo es. Sobre todo, cuando ... tienes que convivir en una sociedad que siempre te está obligando a ser una cosa o la contraria. ¿Se imaginan una pareja en la que uno (o una) necesite taparse con una sabanica una noche de estas, y el otro (o la otra) no porque, dice, se asa de calor? ¿O que alguien prefiera veranear en la montaña, en donde apenas si llegan a los 15 grados en plena canícula, y su compañero (o compañera) opte por la costa más calurosa que haya, en la que lo normal sean los 40 grados?
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No es una tontería. Las normales leyes de la convivencia exigen tener parecidos gustos en los convivientes. Si no, puede haber un problema. Y es que los hay calurosos y los hay frioleros; en algunos países latinoamericanos dicen calurientos y friolentos, variantes que me parecen maravillosas, que además relacionan de manera más acorde la oposición semántica. Unos y otras muestran que la vida tiene muchas perspectivas por las que mirar. Sobre todo, en países de ambiente meridional, como el nuestro, en los que las temperaturas en invierno suelen ser suaves y en verano, extremas. Por eso, creo yo, y no es una verdad infalible, somos más los que preferimos el calor que los que prefieren el frío, y tenemos que ser tolerantes con quienes prefieran lo contrario.
La ciencia admite que hay personas mucho más permeables al calor que otras, y esto es normal en todas las partes del mundo. También dicen que las mujeres suelen ser más frioleras que los hombres, afirmación que no sé si aceptarían las feministas. En mi entorno tengo ejemplos que dicen todo lo contrario. Esta última apreciación se suele basar en el superior volumen de grasa corporal de las hembras. Tal como me cuentan, cuento, sin estar en absoluto seguro de ello.
Como queda implícitamente indicado, soy mediterráneo del todo. El calor me molesta, sí, pero lo justo que tiene que molestar en los julios de esta tierra. Mucho más me incomoda el frío, al que he accedido cuando por diversas razones he tenido que salir de aquí en invierno. He visto con mis propios ojos termómetros que marcaban los 14 grados bajo cero, cuando iba, en coche, claro, por las calles de Minneapolis, en el norte de los Estados Unidos, en días de Navidad. Había que meterse en otra Minneapolis subterránea, en la que el aire acondicionado te permite comer, comprar, pasear y hasta ir al cine o al teatro. Porque fuera... fuera era un auténtico suplicio.
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Sin embargo, todo es relativo, como diría Einstein. Parece claro que los de esta parte de la tierra tenemos diferente sensación térmica que los escandinavos. Es lógico. Es lógico porque las primeras sensaciones de un bebé nacido en Lorca tienen por fuerza que ser distintas al nacido en Vladivostok. Aquel va con su pañal por todo atuendo en estos días, mientras que al ruso lo cubren con capas y capas de abrigo en sus largos inviernos. Hace dos veranos estuvimos una semana en Helsinki, con una temperatura similar a la que tenemos por aquí en buena parte del invierno. Maravillaba ver a los nativos y nativas despojarse de ropa y tirarse al césped de cualquier parquecillo para recibir unos rayos de sol que jamás pasaban de 20 grados.
El frío, por otra parte, es uno de los elementos fundamentales para detener las invasiones. Por las bajísimas temperaturas que se encontró Napoleón a las puertas de Moscú, perdió su ansia de hacerse con el imperio ruso. Él, que era además un manifiesto friolero. Es el mismo frío que, al parecer, detuvo a Hitler en su avance por el Este en la II Guerra Mundial. En cambio, los vikingos, hartos de pasar frío por allá arriba, bajaron hasta el Atlántico inglés y, se dice, hasta la propia Galicia. Como los hunos, aquellos bárbaros liderados por Atila, que se entusiasmaron con la bondad del clima romano. Y de su cocina.
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Tanto es así que otros años, cuando el turismo alcanzaba los niveles de antes de la pandemia, se hablaba de invasión de suecos, finlandeses, noruegos y daneses en las costas alicantinas, claro que con propósitos más hedonistas y menos belicosos que los que sus antecesores.
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