En mi vida previa al trabajo que tengo ahora era la jefa de un gabinete compuesto solo por hombres, a excepción de mi persona, que ... diría Pedro Sánchez. En las raras ocasiones en las que contestaba al teléfono de mi oficina, tarea evidentemente a cargo de mis entonces subordinados, sucedía algo verdaderamente fascinante. Generalmente las llamadas suelen ser para concertar una cita, que efectivamente se producía. Si la persona que había atendido la llamada era cualquiera de mis compañeros, la alocución del citado con mi jefe solía ser «hablé con tu asesor y me dijo que...», seguido de toda clase de cuestiones cuyo parecido con la realidad es pura coincidencia, pero ese es otro tema. Sin embargo, si por cualquier cuestión había sido yo la que contestaba, siempre, el 100% de las veces, la conversación empezaba con «como ya le conté a tu secretaria...».
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No creo que esto sea una cuestión de machismo estructural, ni que piensen nada en concreto sobre mí o sobre mi desempeño profesional, habida cuenta de que mi contacto previo con cualquiera de esas personas se había reducido a la mínima expresión de una llamada de 3 minutos y 27 segundos a lo sumo. La asunción de que un hombre como poco es 'asesor' y una mujer de facto es 'secretaria' se basa en la costumbre, no en la mala fe. Estamos acostumbrados a que la mayor parte de líderes sean hombres (lo que no quiere decir en absoluto que no respetemos ni que no existan las mujeres en puestos de dirección) y a que las subordinadas son siempre ellas y, en estos tiempos que corren, quizás también elles.
En paralelo a eso, entre los 30 y los 40 años se decide gran parte del estatus profesional de cualquier persona. La diferencia entre los que siguen pujando por ser grandes líderes mundiales, los que se conforman con formar parte de la gama media porque tienen otras legítimas prioridades, y los que directamente creen que trabajar es un suplicio necesario para sobrevivir, por lo que les da igual ser cajero en Zara o capo en Inditex. En ese contexto de determinación del resto de una vida, además de actualizar su LinkedIn las personas tienen la mala costumbre de querer formar una familia. Y cuando esa decisión se toma, muchas mujeres dejan de ser madres no porque no quieran un bebé o les aterre la idea de perder su libertad, sino porque entienden que el coste de oportunidad profesional de un embarazo y su posterior recuperación no merece la pena en el contexto laboral tan complejo en el que nos movemos. Decisión o dilema que cero unidades de hombre se han tenido que plantear a lo largo de su vida. Ya saben, algo así como la madre directiva que desatiende a sus hijos y el marido al que le dan el Nobel de la Paz por cambiar un pañal por hijo en toda su vida.
Todas estas situaciones de desigualdad real y manifiesta, entre la percepción social y los inconvenientes tangibles, deberían hacer que las mujeres en general nos uniéramos bajo un paraguas feminista que nos ayudara a poder ser lo que quisiéramos sin que se nos minusvalore como percepción estándar y se nos cargue con la responsabilidad de decidir entre nuestro futuro y el de nuestra familia. Sin embargo, mientras en el mundo sigue habiendo grandes líderes que aún tienen que explicar que ellas son las que mandan y el varón que les acompaña es su asistente y no al revés, u otras que sacrifican o bien su vida personal o bien su vida profesional por no poder compaginar ambas; el Ministerio de Igualdad del Gobierno de España se gasta 21.000 millones de euros en decir que «sola y borracha quiero llegar a casa» y que es machismo que un hombre te mire más de dos segundos seguidos sin justificación.
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Es una pena que las causas necesarias se acaben convirtiendo en una parodia de sí mismas por los que las banalizan y, sobre todo, porque los de enfrente o bien asumen todo el relato de la izquierda o bien las rechazan de plano por mera cuestión ideológica. Qué triste que entre el feminismo y detestar a Irene Montero, hasta yo prefiero manifestarme contra la ministra.
En fin, vendrán tiempos mejores. Para entonces quizás ya se llamen 'tiempas'.
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