Aquí ya casi nadie se acuerda de cómo se vivía antes de estar en la Unión Europea, pero en resumen sustancialmente peor. Es evidente que ... nos aporta derechos adquiridos en el día a día como poder viajar a Lisboa sin pasaporte o estar en Berlín llamando al fijo de casa gratis y usando la misma moneda con la que se compra el pan en Vistalegre, y luego otras muchas cosas más etéreas pero igualmente importantes. Si en algún momento tenemos que hacer competir a nuestra economía con la de algún país serio no comunista como el nuestro, qué horror sería que una Yolanda Díaz de turno tuviera en su mano el botón nuclear de la devaluación de la moneda o un Pedro Sánchez cualquiera tuviera que pedirle a Biden que nos defienda de algo más que de sí mismo cuando le acosa en los 29 segundos más largos que el pobre hombre recuerda.
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Pero saber que fuera de la Unión hace mucho frío no puede pasar, en absoluto, por defender que dentro hace calor. Llevamos unos cuantos años asistiendo al bochorno diario de recibir monsergas provenientes de Bruselas en las que se nos avisa de que el mundo está a punto de acabar por una emergencia climática que esencialmente quieren combatir a través de freír a impuestos a los europeos por usar una pajita de plástico mientras al otro lado del Mediterráneo se meriendan nuestra industria con una cierta incredulidad que les hace preguntarse cómo podemos ser tan tontos de empobrecernos voluntariamente y a golpe de hashtag.
Una tiende a pensar que cuando aparecen problemas reales los subsidiarios se relativizan, pero hemos afrontado una pandemia que al parecer ahí sigue y los burócratas no aportan más que eslóganes vacíos que, sin saber ni cómo ni por qué, siempre se acaban materializando en un rejonazo al bolsillo y un retroceso inusitado de nuestras libertades más elementales.
Pero cuando la infamia se traduce en desesperación no es cuando el cinismo se apodera de nuestro ser y obligamos a que los limones murcianos se vendan el doble de caros que los marroquíes por vaya usted a saber qué normativa que nada nos aporta. Ni siquiera se produce cuando descubrimos que un pasaporte sanitario que debía servir para una paulatina reapertura de fronteras en lo peor de la pandemia se ha transformado en un instrumento de control totalitario por parte de nuestros gobiernos. Tampoco nos sorprende ya que se enarbole la alerta antifascista cuando algún gobierno del Este pida respeto a su soberanía pero se pase por alto que el Reino de Bélgica tenga acogido al mayor criminal contra la democracia española del siglo XXI, que no es otro que Carles Puigdemont y sus amiguitos asalariados con los impuestos de todos los europeos.
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La línea roja del 'hasta aquí hemos llegado' con la Europa de la nada se cruza cuando literalmente en nuestras fronteras se produce la invasión de un país hermano mientras la Presidenta de la Comisión Europea se limita a decir que está muy consternada y en respuesta a ello ilumina la fachada de los edificios oficiales con los colores de la bandera ucraniana, supongo que con la esperanza de que ante tal ataque lumínico Vladimir Putin se vaya a su cuarto a llorar y retire las tropas al ritmo de 'Imagine' de John Lennon.
La frivolidad de llamar emergencia mundial apocalíptica a algo que no es ni siquiera preocupante se puede tolerar cuando lo peor que puede pasar es que en McDonald's te cambien la bolsa de plástico por una de cartón reciclado, pero es completamente inasumible cuando la unión de muchas de las principales fuerzas defensivas del mundo permanecen impasibles mientras se produce una guerra en el jardín trasero de nuestra casa.
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No sé si Ucrania tiene solución a estas alturas de la película invasiva, pero nuestra responsabilidad como europeos sí debe alarmarnos. En este recorrido hacia un mundo utópico de carriles bici y margaritas nos hemos olvidado que fuera de las redes sociales y los 'smoothies' hay una terrorífica realidad que nos aplasta mientras lloramos porque el resto del mundo vive en su verdad en vez de en nuestro decorado.
La Unión Europea es lo mejor que nos ha pasado, pero a estas alturas también es nuestro mayor bochorno. De todo lo que podían darnos los burócratas de Bruselas, han decidido que lo mejor que podían ofrecernos era vergüenza.
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