La zona de tumbonas en algunas playas es más un agravio que una comodidad. Veinticinco euros por dos tumbonas con sombrilla que hay que añadir al alquiler del coche y al coste del departamento. La zona mejor, la más cercana a la arena fina, al ... caminito que atraviesa la duna y al chiringuito, es la de las hamacas; una concesión graciosa del municipio a un particular que la explota. Pasamos cerca de los dorados extranjeros, altos y guapos que leen repanchingados en la hamaca y una no tiene otro remedio que tener malos pensamientos.

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Hace tiempo que acepté que el veraneante español camina por la vida cargado de bolsas y 'por si acasos', que padece de la espalda porque lleva toda su vida cargando con esas pequeñas cosas que transporta de un lado a otro. La carga puede ser una mesilla de tu hermana que te viene muy bien en ese rincón desangelado o una tortilla envuelta en papel de aluminio que llevas a esa casa donde te han invitado a cenar, pero cada uno lleva lo suyo. La sombrilla es imprescindible, la bolsa ni te digo y las sillitas para los que rozamos la ancianidad también; una no está ya para que la alcen como a una boya en presencia de extraños.

Con esfuerzo llegamos a la zona popular y plantamos la sombrilla con la esperanza de que no vengan esos niños que están de colonias y que ocupan la otra mitad de la playa. Nos desnudamos, suspiramos abandonándonos a la dicha del encefalograma plano que te da el aire marino. Tus hijos ya no te reclaman para hacer un castillo, tus padres han pasado a mejor vida y te quedan unos añitos de bienestar hasta que los huesos te duelan a rabiar. Cierro los ojos, oigo las olas rompiendo a unos metros de mí y me dispongo a almacenar endorfinas para el otoño.

Pero, de pronto, unos vecinos han llegado a compartir parcela, lo sé porque me cae un poco de arena cuando extienden sus bártulos. Yo sigo a lo mío, en vacaciones consigo concentrarme en la rompiente inocente de este mar Mediterráneo y azul, me hago la loca mientras ellos se hacen preguntas sobre la ubicación y hago de sus palabras un murmullo adormilante que me aplico como quien se pone crema protectora. Consigo finalmente algo parecido a un duermevela espléndido en el que casi se me cae la baba por la comisura de los labios envuelta en un calor perfecto, me hallo en un crucero hacia el olvido cuando, de pronto, mi vecino enciende una radio conectada a una tertulia política porque, por lo visto, había olvidado que es miércoles y que en el Parlamento las espadas, los sables y hasta los puñales traperos se habían desenvainado para recordarnos que los sinvergüenzas se cuelan hasta en los paraísos.

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