No se inquiete el lector. El tecnicismo del título se refiere sencillamente a la forma particular en que utilizan el idioma grupos sociales muy restringidos: ... la familia, el barrio, los amigos. Grupos que, generalmente y en cuestiones del habla, interactúan. El ecolecto no encaja en otras variantes del lenguaje como los localismos o las jergas y se forma con una amalgama de palabras de procedencias diversas y formas particulares debidas a la idiosincrasia, la profesión, o la procedencia geográfica o social de una determinada familia o un grupo pequeño de personas.
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Mi infancia transcurrió en un barrio de clase media y mi familia procedía de una provincia limítrofe con Murcia, de modo que mi ecolecto particular poseía sencillas singularidades lingüísticas con algunas diferencias, y abundantes coincidencias, con el habla del resto de la ciudad o la provincia. Respecto de los comportamientos, había cosas que 'estaba feo' hacerlas o decirlas. Por ejemplo, hurgarse la nariz con el índice, tocarse con intención placentera el propio cuerpo o 'señalar con el dedo', quizá en recuerdo de ese gesto que en nuestra cultura apunta a los traidores o señalaba a los denunciados de uno y otro bando durante la guerra civil y la posguerra. Igualmente, 'estaba feo' nombrarse el primero en una relación de varios. 'Hemos venido yo y mis hermanos', decíamos, y una profesora de escasa sensibilidad y nula pedagogía para nuestras mentes infantiles nos corregía: 'El burro delante para que no se espante'. El asno, aquel animal pacífico y noble personificaba, equivocada y tradicionalmente, la estulticia. Hoy han desaparecido su realidad y su imagen placentera y pacífica. Cuando leímos 'Platero y yo' comprendimos cuán tierna y emotiva puede resultar la realidad de este animal.
Estaba mal visto llevar las manos en los bolsillos o 'hirmarnos' (de noble origen en el latín 'affirmare'), apoyarnos, en una pared. Eran signo de vagancia. A quienes por vergüenza o cortedad se callaban cuando deberían hablar (por ejemplo, cuando les preguntaban en clase y no respondían) la causa aducida era que 'se les había comido la lengua el gato'.
De 'esas cosas' no se hablaba explícitamente (el sexo y ciertas partes de la anatomía eran tabú), de modo que los niños aludíamos a ello entre bromas y veras con cautelosos eufemismos y sobreentendidos que evitaban las palabras nefandas (de las que había que confesarse, si se habían dicho, en el apartado de 'palabras feas'): 'minga', 'pirindola', 'picha', 'cuca', 'pájaro' ('bragueta abierta, pájaro muerto', se comentaba con picardía)... El asunto de las niñas se resolvía con eufemismos tales como 'el tonto', 'el conejo', 'el colorín' y algún otro que ahora no recuerdo. Por supuesto, los excrementos no se mencionaban. Para ellos existía un eufemismo: la 'comperdón'. De manera semejante, 'la con perdón', la voceaban los vendedores de iguales para publicitar el número 89.
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Jugábamos humorísticamente a conocer otros 'idiomas' para sorprender a los desprevenidos: '¿Cómo se dice en chino 'perro con luz?' 'Respuesta triunfante: 'can con quinqué'. '¿Y autobús en alemán? Respuesta, con voz fuerte e impostada, a lo teutón: 'Subanestrujenbajen'.
Mi padre, que había hecho el servicio militar en Barcelona, estaba suscrito a 'La Vanguardia' y utilizaba algunas palabras catalanas: 'no me emboliques' (líes) decía cuando trataba de colarle algún embuste. A veces en lugar de Pedro me llamaba cariñosamente 'Pedralbes', en recuerdo del hermoso monasterio gótico de la ciudad condal, que alguna vez había visitado.
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Jugábamos, en mitad de la calle, a 'las bolas' en sus variedades del 'hoyo' o 'el triángulo'. Los primos de un amigo llegados de Elda decían 'canicas'. Eran variadas: 'bolas' (de barro, baratas y frágiles, que amasaban los alfareros de orillas del río); 'huesas', de piedra dura; 'cristalinas', de cristal con dibujos de colores en el interior, las más preciadas, y 'tolones', de hierro, extraídos de los cojinetes de vehículos mecánicos. Quienes hacían trampas, como adelantar la bola al descuido, eran 'marañosos' y nadie quería tenerlos de compañeros.
Niños y niñas jugábamos aparte. Ellas al tejo, la comba, los cromos, las gomas, el 'hula hoop'. Nosotros, a 'la isla' o 'hinque', 'la herradura', 'el abejorro', el 'escondite inglés'...., pero, sobre todo, al fútbol.
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La excesiva movilidad infantil se expresaba con el término 'lancero', que era el niño travieso, movido y simpático inventor de 'lances' (hoy quizá lo calificarían de 'hiperactivo' y le pondrían la etiqueta TDAH). La maldad de los adultos se expresaba con 'sinvergonzón', el malvado con mayúscula; y el malo rematado que se atrevía con todo era 'el bicho que le picó al tren'.
Los contadores de luz tenían 'plomos' para regular la tensión eléctrica, que, cuando subía en exceso, se fundían. Entonces, los padres los arreglaban con un hilillo de cobre y las 'peras' (bombillas) volvían a encenderse. Nunca logré entender el misterio de que los 'plomos' fueran hilos de cobre.
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