Al parecer, cuando uno se hace viejo va durmiendo menos. Parece que la perspectiva del descanso eterno, cuando éste se acerca, quita bastante las ganas de descansar, por miedo a acostumbrarse mal. Un viejo es ese ser que a las seis de la madrugada esculpe ... en un papel con un bolígrafo que nunca pinta teléfonos de la teletienda. A las siete ya ha visto tres veces amanecer. Los amaneceres tienen aspecto de anciano. Si ese fuera el caso yo cada vez seré más joven, ya que cada vez he ido durmiendo mucho más con los años, partiendo de las cinco o seis horas que dormía a mis dieciocho. Mis horas de lo que podríamos llamar vigilia (una vigilia que no ha dejado nunca, ni de niño, de ser algo somnolienta, apagada) casi están repartidas por su mitad con las que estoy en la cama echado de lado, como un atún. Mi anhelo es poder dormir sin tener sueños, que solo raramente no son angustiosos. Poder dormir sin pesadillas y no despertar nunca; la mañana siempre me reserva algo desagradable y no deseo que llegue jamás. Nunca me están los juguetes de Reyes esperando.

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Ni que decir tiene que los años me transcurren rapidísimo, más de lo normal en alguien de mi edad. La vida siempre es un tren de alta velocidad lleno en que el maquinista incompetente va hablando por teléfono, se pasa todas las paradas y no repara en las curvas. Si partimos de la descripción perfecta de la vida que se atribuye al escritor Vázquez Montalbán pero en realidad es muy anterior, «la vida es como la escalera de un gallinero, corta pero llena de mierda», entonces mi escalera se hace especialmente breve, aunque sin escatimar en cuota de excremento. Cuando alguna gente desea a otra una larga vida, se equivoca siempre de tramo: hay que desear una larga vida al principio de la existencia, cuando cada verano transcurre como una era geológica y las navidades son una esfera de cristal donde siempre cae nieve artificial y de donde no queremos escapar. En cambio, la gente desea larga vida a los que ya están en el tramo de ir pidiendo pista. Cuantas más penalidades, desolaciones y enfermedades podamos no desear a la gente con nuestra mejor voluntad, mejor.

Durmiendo mucho todo se hace más corto, se pasa menos vergüenza de nosotros mismos, se ahorra uno en conversaciones que no van a ninguna parte y ahorramos un espectáculo a los demás. Cuando uno no es el que solía ser echa por otras calles más discretas, como hacían antes los morosos para no pasar por la puerta de sitios donde los conocían, deja de coger el teléfono y el telefonillo, como la divertidísima actriz Lina Morgan, que pasó sus últimos muchos años encerrada en su casa sin querer hablar ni recibir a nadie, y el amanecer deja de tener un interés que por otra parte jamás ha tenido. Durmiendo, uno llega a cumplir con aquella definición de fantasma que daba James Joyce y que tanto gustaba al novelista Javier Marías: «Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por cambio de costumbres».

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