Hace casi 40 años, Neil Postman publicaba la obra 'Divertirse hasta morir', un libro en el que criticaba la brutal irrupción cultural del entretenimiento que ... entonces encarnaba la televisión. El sociólogo reprochaba el modo tan superficial y vago con el que la 'caja tonta' mostraba la realidad. Años después, Jesús Quintero afinaba el juicio, asegurando que aquella televisión ofrecía solo programas «pensados para una gente que no lee, que no entiende (...), que solo quiere que la diviertan».
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Aquel oscuro escenario ha sido groseramente superado en pocas décadas con la llegada del móvil. En cuanto se democratizó la tecnología y cualquiera pudo acceder a un teléfono inteligente y a una tarifa plana de internet, la gente bajó la mirada hacia la palma de su mano, sobre la que sostenía una irresistible pantalla de 12x7 centímetros en la que no dejaban de circular, hipnóticamente, todo tipo de vídeos intrascendentes.
Es fácil entender la atracción que generan esos contenidos. Son cortos y sencillos. Son creativos. Son divertidos. No requieren esfuerzo alguno de atención. Basta con tener los ojos abiertos. Es muy difícil no verse arrastrado por esta corriente audiovisual que va anegando sin piedad buena parte de nuestro tiempo conduciéndolo hasta el desagüe, donde se pierde para siempre.
Existe cierto efecto narcotizante en estos vídeos. Un puñado de investigadores de la Universidad de Zheijang llegaron a la conclusión de que el algoritmo de recomendación de vídeos de TikTok es un perfecto estimulador de producción de dopamina, un neurotransmisor que se libera en el cerebro cuando espera alguna recompensa, en este caso, vídeos cortos de 15 segundos.
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El consumo ilimitado de contenidos audiovisuales en las principales redes sociales no es otra cosa que una manifestación más de una sociedad que se define por su ocio. La distracción como filosofía. El pasatiempo como medida. El entretenimiento por el entretenimiento. Sin más pretensiones, solo diversión. El recreo en estado puro, fragmentado, pasivo y superficial.
«Caminamos hacia una sociedad ociosa», aseguraba el añorado filósofo Antonio Escohotado en referencia a un mundo cuya principal motivación es esquivar el aburrimiento. Divertirnos se ha convertido en algo casi tan esencial como alimentarnos. Se trata de mantenernos distraídos hasta que se agote el tiempo. La tecnología no ha creado este gigante que acaba devorándonos, solo lo ha vuelto irresistible. Es un pago al contado de nuestro tiempo a cambio de un perezoso entretenimiento que logre mantenernos aislados del ruido de nuestra realidad.
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No es malo divertirse. Al contrario. Es necesario. Es útil y es sano. Solo empieza a ser un problema cuando ocupa un espacio y un tiempo que no le pertenece, algo que comienza a ocurrir cuando el recreo se convierte en un agujero negro que absorbe toda la energía a su alrededor, convirtiéndonos en esclavos del chute periódico de dopamina que necesitamos para sobrevivir, mientras parece que nos alejamos sin remedio de la pausa, la reflexión o la profundidad en cualquier campo de nuestra existencia.
Ninguna de las generaciones que nos precedieron, ni una sola de ellas, tuvieron tanto tiempo para el esparcimiento. El ocio era una excepción en momentos puntuales del calendario y en espacios muy reducidos. Ahora el recreo es la norma. No solo porque hemos ampliado el tiempo dedicado a divertirnos, sino porque cualquier actividad, para ser tenida en cuenta, debe ser divertida. Parece que todo lo que hacemos tiene que estar diseñado como parte de un pasatiempo.
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Este verano el mundo contemplaba atónito cómo una adolescente portuguesa, asustada ante el pavoroso incendio declarado frente al balcón de su casa, decidía actuar del único modo posible en aquellas circunstancias: se puso a bailar. Era una divertida coreografía dedicada a todos sus seguidores, con el incomparable espectáculo de destrucción masiva de las llamas a su espalda.
Era un ejemplo poderoso de las cenizas que empiezan a dejar los locos años 20 del siglo XXI, una etapa de la evolución humana en la que la diversión se ha convertido en la capa invisible que nos envuelve, ocultándonos de la tozuda realidad de nuestro día a día. Una sociedad que camina, aceleradamente, hacia la estupidez colectiva. Sin despegar los ojos de la pantalla.
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