Desde hace ya bastantes años se ha impuesto entre nosotros la fiesta de Halloween, venida de otros lugares, del mundo anglosajón americano. Se ha dicho –tal vez intentando justificar esta moda– que ya hubo algo mucho más antiguo antes, medieval incluso, en Europa y en ... España. Claro que los juegos con la muerte son muy viejos, siempre se ha querido espantar a la pétrea muerte con juegos carnavalescos y de todo tipo. El horror ante la oscuridad eterna siempre ha querido ser esquivado con danzas burlescas, con disfraces, con todo tipo de triquiñuelas.
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Pero no es lo mismo. Aquello tenía otra enjundia. Ahora –hace unas pocas décadas– esta fiesta de Halloween ha llegado aquí importada como un mero juego, como una diversión de fin de semana, como un pretexto –especialmente entre los jóvenes, que son los que tienen ánimo y fuerza para ello– para pasarlo bien. Cualquier excusa es buena para la algarabía, de la misma manera que desde hace años se vuelven a celebrar fiestas religiosas semiolvidadas entre los jóvenes, como la ceremonia de Confirmación de entrada al universo católico. Pero ahora se celebran fiestas sin que los celebrantes conozcan ese origen ni incluso el sentido hondamente jocoso, burlesco, de las mismas. Ahora es la fiesta del susto débil, risueño.
Tal vez haya también otro sentido más profundo en este continuo pretexto entre los jóvenes para estar en la calle, un sentido trágico y una acentuación del nihilismo: puesto que no hay porvenir, puesto que no hay esperanza, bebamos y bailemos hasta reventar. Ya no es un olvidarse de la muerte –como subyace en el sentido antiguo de estas fiestas– sino un olvidarse de la vida. La vida –vienen a decir– no vale nada.
Sería ahora muy fácil decir que decenas de jóvenes, en el caso de Corea del Sur, jugando con la muerte han encontrado la muerte cierta durante una fiesta de Halloween. Sería fácil subrayar esa coincidencia fatal. La gente muere en todo lugar y por cualquier razón. Morir es una costumbre que sabe tener la gente, dejó escrito Borges en un verso.
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Agustín García Calvo, el gran gramático y pensador, dejó escrito que lo trágico, al contrario de lo que siempre se ha pensado, no es descubrir que nuestro destino está manejado y controlado por los dioses, sino, al contrario, descubrir que no había dioses, que detrás del largo y azaroso viaje de Ulises no había nadie manejando los hilos de nuestro destino. Por ello la gente se engancha a cualquier sucedáneo divino. Muerto Dios, vivan los dioses, aunque sea un dios con disfraz de calabaza.
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