Si Dios no sigue siendo un misterio, si la Iglesia no mantiene ese misterio, ni Dios ni la Iglesia pueden existir. No son pocas las voces que sitúan en el Concilio Vaticano II, con su buen rollito y las guitarras en las misas, el quebranto ... de vocaciones eclesiales que existe hoy. La Iglesia agoniza de secularización y de socialismo y la solución es regresar a lo que funcionaba, 'back to the basics'. De momento lo que hay que hacer con las guitarras es estamparlas contra los amplificadores y las cabezas del público, como hacía Pete Townsend en el salvaje grupo The Who. La Iglesia es como el fútbol, solo tendrá éxito lo que el centrocampista del Real Madrud Xavi Alonso llamó forma de jugar 'rock'n'roll'.

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El papa Juan XXIII, bajo cuyo papado tuvo lugar el Concilio, es muy apreciado y mi abuela, como pariente directa de una santa con convento en el Estado del Vaticano, tenía de él un cuadrito autógrafo en su dormitorio. Pero su legado bienintencionado hizo al menos tanto daño como los intelectuales de mayo del 68. A los bienintencionados los temo más que a los malvados: ahí tenemos a la alemana Merkel, a la que faltó media legislatura para hacernos colonia de Putin y ahí sigue hoy, defendiendo su mala obra. Juan XXIII fue ese ancianete bonancible tan parecido, según le dé la sombra, al papa Bergoglio.

Sin embargo, gracias a él vinieron después las iglesias de estilo brutalista, que era lo soviético trasladado al cemento, y aquellos proselitistas con jersey de cuello de caja que se lavaban visiblemente poco y hacían palmas en misa, interrumpiendo la palabra de Dios como los bailes sin sentido interrumpen el argumento en las malas películas musicales. Vinieron los curas ataviados de cutres profesionales, Cristo considerado como el primer comunista, la coartada moral para los que querían convertir todo un continente en una «letrinoamérica», obispos que evitaban pasar junto a manifestaciones contra el terrorismo, sor Lucía Caram y demás sindioses de la modernidad. El desastre para la Iglesia católica, donde no hay vocaciones ni fieles en un tiempo donde la sed de espiritualidad aumenta, con lo que el problema no está en la espiritualidad sino en la Iglesia. El ansia de eternidad de la gente no puede colmarla haciéndose vegano o animalista. Es normal que se vuelva la vista a aquel catolicismo previo que sedujo a Chesterton, al satánico Huysmans o a Oscar Wilde. El del rito, la pompa, el latín incomprensible en el que se debe basar el misterio y el de ser todos iguales ante los ojos de Dios y no iguales a Dios, que es en lo que estamos. No estaría de más tampoco volver a dar la misa de espaldas, mirando al sagrario.

Nunca he sido bendecido con la gracia de una fe profunda, pero cuando se me ha empezado a elevar el alma me he desinflado al comprobar que ahora se trata a Dios como un colega. Es necesario volver a temerlo.

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