Despiertas temprano en Barcelona. Hoy se entrega el Premio Biblioteca Breve y estás invitado. De camino al evento, te viene un pensamiento fugaz: ¿y si me fuera a casa ahora mismo? ¿Y si en lugar de asistir a esta fiesta literaria hiciera lo que de verdad ahora mismo quiero hacer, escribir? Pasa rápido ese pensamiento. Se desvanece en cuanto llegas al Museo Marítimo y comienzas a encontrarte con amigos a los que quieres y escritores a los que admiras. Agustín, Ricardo, Galder, Iván, Margarita, Ella, Llucia, Ignacio, Mario...
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En la mesa que te toca en la comida, esta vez se habla de literatura. Carlos Pardo, Marcos Giralt y Fresán charlan sobre Nabokov y a ti te falta sacar la libreta para apuntar. Presencias la conversación embelesado.
En todo momento, tienes la sensación de ser un privilegiado. Sigues viviendo todo esto con distancia, con el temor secreto de que algún día descubran que eres un impostor que se ha colado ahí y te echen de la fiesta.
Después, los que quedan continúan las copas en el Ámbar. Iván te invita a dos whiskies seguidos y todo se vuelve lento y borroso. Hablas con todos y no sabes muy bien de qué. Afortunadamente, la cena en el Giardinetto vuelve a poner las cosas en su sitio y recuperas la lucidez. Allí hay agentes, escritores, periodistas... cada vez se apuntan más personas. Este año, incluso la premiada, a quien no conocías, pero te apetece leer.
A tu izquierda tienes a Leo y a tu derecha a un chico joven con quien congenias y que resulta ser el nieto de García Márquez, Mateo, que acaba de ganar el Ciudad de Barcelona con su primera novela. Solo después te enteras de que el señor que Leo tenía a su derecha –y con el que también acabáis de abrazos– era el hijo de Luis Martín Santos. Después se lo dices a Leo: la historia de la literatura y dos señores de Murcia. Te duermes con esa idea en la cabeza.
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Bastante bien estás para la noche de ayer. A medio día coméis con Malcolm, Paula, Toni y David y continuáis la conversación de la noche anterior. David es una fábrica de anécdotas. Un contador de historias como los de antes. Consigue embelesarte cuando habla, cuando escribe o cuando dirige.
Después, pasas por La Central y te vuelves cargado de libros. Para acabar la noche, cenáis con Patricia en La Pubilla e instituís la costumbre. Incluso le ponéis nombre: la pohcena.
No os acostáis tarde.
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En el tren la gente habla a gritos por teléfono y hace videoconferencias como si estuviese en el salón de su casa. No tienes el coraje para levantarte y pedir silencio y decides escribir un tuit solicitando la eutanasia forzada de la gente escandalosa. Alguien se ofende en la red y dice que con esos temas no se juega. Respondes que si quitan el humor entonces sí que hay que morir.
Como puedes, intentas leer y devoras uno de los libros de Jorge Moruno que has comprado en la librería: 'La fábrica del emprendedor'. Encuentras ahí exactamente lo que buscabas, la legitimación de algunas intuiciones sobre la transformación del espacio laboral que pretendes utilizar en el ensayito de la siesta.
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Llegas a casa cansado y cojeando. La postura en el tren y los dos días caminando en Barcelona te han vuelto a fastidiar el gemelo.
Las dos horas de clase hoy se te hacen eternas. Por alguna razón, sigues sin conectar con los alumnos. Algunos se levantan a la mitad y se van, otros miran el móvil, solo unos pocos atienden. Eso mientras hablas de Friedrich, Goethe y las transformaciones del arte en el siglo XIX.
No sabes cómo reapasionar a los estudiantes. Tampoco sabes si la función del profesor es convertirse en un monologuista y llamar su atención como si fuera publicidad de Facebook.
Es algo que viene de más lejos. A veces, como ahora, se muestra más. Pero tiene que ver con lo mismo: la transformación de la atención. La atención distraída –de la que ya habló Benjamin–, que ahora ha mutado a la distracción continua. Lo notas en clase. Incluso los que atienden lo hacen por instantes. Una idea, un cuadro, una reflexión... y luego todo desaparece. Como las 'stories' de Instagram. Tal vez haya que cambiar también el modo de dar clase. O quizá sea necesario resistir. Ahora mismo no lo tienes tan claro. Lo único que sabes es que este cuatrimestre se te va a hacer largo.
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Comes en casa. Por fin ves a Raquel.
Después, acompañas a los alumnos de Historia del Arte en Fake Eloy, una celebración que se han inventado tras el fin de exámenes. Lo haces como puedes, con un malestar creciente en el gemelo y dolor de cabeza residual de los días en Barcelona. Aguantas con Isabel prácticamente hasta el final. De camino al Musik, firmas el brazo a Javi y escribes '@mahn' en el cuello de Alicia. No tienes filtro a veces. Tampoco fin.
Te sientes joven y viejo por momentos. Contagiado por la juventud y al mismo tiempo fuera de lugar. Vuelves a casa cojeando. El cuerpo no perdona.
Vas al fisio temprano y te dice que ya está bien de esfuerzos. Tienes el gemelo inflamado y necesitas reposo si quieres que la rotura remita y las fibras cicatricen.
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Le haces caso. Entre otras cosas, porque no puedes más. Esta tarde tendrías que salir para una mesa redonda en Morella, pero son cinco horas en coche y no estás para conducir. Te apena cancelar, pero tienes que elegir entre el cuerpo o la literatura. Y sin cuerpo no hay literatura.
Es el gemelo, pero también todo lo demás. Así que te quedas en casa con Raquel y pones la pierna en alto. Pedís unas pizzas y veis 'No te metas con los gatos', una serie documental de Netflix que aún no has asimilado: la búsqueda de un asesino y maltratador de animales que muestra, por un lado, la potencia del trabajo colaborativo y, por otro, los peligros de las redes sociales. Las imágenes no se te van de la cabeza en toda la noche.
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Todo el día en casa sin salir. El cuerpo lo agradece. Y la mente también.
Sigues leyendo 'Vivir abajo', la novela de Gustavo Faverón, y admiras la potencia de la escritura. Te frenas cada dos por tres con ideas para tu novela. Te gusta leer así, llevando los libros a tu terreno.
Su novela anterior, 'El anticuario', fue uno de los detonantes de 'El dolor de los demás'. No siempre lo has contado, pero la reflexión que allí hacía Faverón sobre la amistad posible con alguien que había cometido un acto terrible influyó en tu reflexión sobre los modos en que la amistad se transforma ante un evento que lo rompe todo. Ahora, esta novela te está sirviendo de pasadizo a esa historia que quieres contar y ya grita por salir. La estructura, pero especialmente el tono. Te recuerda a Bolaño. El tono justo en que una historia debe ser contada.
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Te quedas solo en casa y por la noche ves 'Érase una vez en Hollywood'. Te interesa la reescritura de la historia de Tarantino. Sin pretensiones, pero dejando la posibilidad de modificar el tiempo en la ficción.
Te levantas descansado y experimentas el día a cámara lenta.
Mientras desayunas te enganchas a ver 'La biblioteca de los libros rechazados' y te resulta curiosa, sin más. Luego, de un tirón, lees 'No tengo tiempo', el ensayo de Jorge Moruno sobre la precariedad y el tiempo y anotas ideas para el librito sobre la siesta. Es una manera de demorar el momento de la escritura. Te dices que hoy es domingo y no lo vas a forzar. El libro de Moruno cuenta precisamente que hoy nosotros somos nuestros mayores explotadores, que no hay corte entre tiempo de vida y tiempo de trabajo y que inconscientemente nos sentimos culpables cuando somos improductivos. Escribir es para ti un placer, pero no deja de ser un trabajo. ¿Qué quieres hacer realmente esta noche?, te preguntas. ¿Hoy? Sin duda, leer. Mañana, lunes, escribirás.
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