Los demonios, nos decían cuando niños, vivían en lugares tenebrosos, grutas, cuevas. Cubiles donde llevaban a los niños para destriparlos o venderlos. Los demonios, supimos después, podían vivir en cualquier parte. De hecho había algunos que vivían en palacios. Para la gente de nuestra generación, quiero decir la gente que no se congregaba brazo en alto en la plaza de Oriente –en la multitud de plazas de Oriente que de pronto surgían por todo el país–, el demonio vivía en el palacio de El Pardo y pasaba los veranos en el pazo de Meirás.

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Era un demonio menudo, con apariencia de empleado de seguros que compraba los pasteles al salir de misa. Ahora se inicia en Meirás el desalojo de los herederos de aquel pequeño gran demonio. El hecho va más allá de la memoria histórica. Se trata simplemente de restituir una rapiña que se llevó a cabo a lo largo de décadas y de reparar un apropiamiento de lo público por parte de la familia de un dictador. Algo tan inconcebible como si los herederos de Mussolini hubieran actuado hasta ayer mismo como propietarios de Villa Torlonia, el palacio que el histriónico Benito utilizó como residencia durante casi veinte años.

No cabe aquí disputa política alguna, ni siquiera una simbología como la de sacar los huesos de Franco del Valle de los Caídos. Es la reparación de un esperpento que se ha prolongado demasiado tiempo y que contrasta con la realidad de un país que nada tiene, o nada tendría que ver, con aquel en el que el demonio disfrazado de pequeño burócrata pensaba que el país entero le pertenecía, que estaba en deuda eterna con él. 'Los demonios' de Dostoievski, aquellos jóvenes que querían cambiar el mundo sin importar mucho por qué vía ni empleando qué métodos, estaban dispuestos a «sacrificarse y sacrificarlo todo por la verdad».

Ese el género que vendía aquel señor bajito y calvo, aquel héroe de talla corta y crueldad larga que en sus primeros años de mandato se retrataba con capa de armiño y actitud de rey medieval. Todo por la verdad. Todo por la salvación de su pueblo. Y como un rey del medievo se comportó. Cortando cabezas, yendo bajo palio, nombrando obispos y haciendo temblar a los cortesanos. Y llevándose a casa, a su palacio conquistado con la espada, reliquias, piezas del Pórtico de la Gloria, tesoros nacionales, es decir, suyos. Y de sus gloriosos herederos. Los demonios, sí, viven en todas partes. En palacios y en barracones incendiados, en tugurios donde prostituyen niñas o en mansiones con tapices reales. Pero la verdad, esa por la que tanto se empeñan en sacrificarse unos y otros, esa sí que no tiene casa. Ni dueño.

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