Con el concierto de Miles Kane todavía en la cabeza, el regusto de haber bebido más de la cuenta y ese dolor de cabeza que queda después de volver atrás sin medir hasta dónde, te despiertas tras cerrar el festival en que flotó en el ... aire una pregunta: si no era eso lo que tanto estábamos esperando. Este fin de semana, en el recinto del Warm Up, la vida desplegó todo el catálogo de trucos, abrió sus plumas de colores, jugó sus cartas, apuñaló a los desprevenidos y ofreció el mismo muestrario de alegrías y desencuentros, los mismos olores en los puestos de comida, los mismos sonidos eléctricos en los escenarios, las mismas luces –a veces desquiciadas, a veces cálidas–, que dos años después de comenzar a medir metros y calcular dinámicas de fluidos, parecían preguntar por dónde íbamos.

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Igual sí. Igual eso era la vida que perdimos: gente probando a encontrar un diamante en una avalancha, monólogos ebrios siguiendo al amigo equivocado en una celebración tribal, la muchedumbre gritando a pulmón, saltando codo con codo, empujándose, bailando como una sola cosa en una alegría incontable.

El balón vuelve a rodar, y pese al largo parón, todos sabemos todavía cómo se juega. No hace falta que nadie recuerde las reglas. Ahí estamos, como si nada hubiera ocurrido, como si no nos hubiéramos terminado de ir nunca, y lucen los modelitos de Instagram los asistentes en los selfis atropellados, las camisas con flores y las piedras brillantes y las purpurinas adheridas en las caras.

«¿Esta era nuestra vida en 2019?», le pregunta un tipo con gafas luminosas a otro. Y la respuesta es que sí, porque nuestra vida en 2019 tenía mucho que ver con estas grandes aglomeraciones de las que hemos aprendido a huir: personas agolpadas en los conciertos, en las salas de cine, en las colas de todo lo interesante, en los locales nocturnos, en el bar que sirve esa tapa deliciosa a la hora a la que todos tienen hambre, colas frente a históricas obras de arte para hacerles la misma foto que todos, en los transportes públicos, en los exámenes más importantes de nuestras vidas, en las firmas de libros y en cualquiera de los lugares bonitos del mundo. Pero también era la vida ese codazo para hacerse hueco, el agujero de cigarro en la camisa al despertar, el robo al descuido de un teléfono, los depredadores rastreando, la copa derramada que baja por tu espalda, los zapatos pisoteados, las esperas viscosas. En el último acorde nos vamos a casa sin saber si aquella era una buena vida, pero sí que volvemos a tenerla frente a nosotros completa por primera vez en mucho tiempo, y que es hora de continuar por donde lo dejamos.

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