Damos por hecho que estamos vivos. Que tenemos salud. Damos por hecho que mañana amaneceremos. Que tendremos una vida larga y que envejeceremos. Que nuestros ... hijos crecerán sanos y que nos enterrarán. Damos por hecho que todo lo que tenemos es permanente y merecido. Hasta que la vida se revuelve y nos golpea en forma de 'wasap': «Soy la hermana de Ángel. Mi hermano ha muerto de un ataque al corazón». Fue así como se marchó mi amigo Lele.
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Damos por hecho que tendremos un plato de comida, que mañana nuestra madre estará al otro lado del teléfono o que nuestro padre recordará nuestro nombre. Damos por hecho que habrá un 'hasta mañana'. Damos por hecho que nuestra vida continuará siendo lo que es hasta ahora. Y, de repente, llega un suspenso, una sentencia desfavorable, una inversión que te arruina. Llega la enfermedad y llega la muerte. En un momento, estás empujando una silla de ruedas para dejar a tu padre en una residencia, ves cómo retiran los cables que sostienen a tu abuela a la vida o tu amigo deja de respirar una noche y tú no te has despedido.
Nuestra vida acaba siendo con conjunto indeterminado de cosas que damos por hecho, una sensación endeble que dura justo hasta el momento en el que la realidad nos sacude recordándonos la exacta dimensión de lo que somos: poco más que una pieza intercambiable del sistema imperfecto y groseramente finito que es la vida.
Hasta entonces, hasta el momento de esa sacudida, la mayor parte de nuestra vida transcurre acampada cómodamente en la sensación de seguridad que nos proporciona el presente, que casi siempre es un lugar anodino repleto de añoranzas del pasado e ilusiones de futuro. Instalados en ese lugar, dejamos de saborear como merece este instante irrepetible que somos nosotros hoy y de aprovechar cada centímetro de nuestro camino aquí.
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Durante muchos años, mi amiga Alicia me contaba la lucha titánica de Mario por conseguir la custodia de su hija Lucía. Su lucha legal y personal encontraba abrigo en Alicia, con la que cruzaba mensajes en los que se desahogaba y imaginaba un futuro con su hija, repleto de abrazos, risas y juegos. Sus escasos momentos con ella eran como diminutas batallas ganadas a la vida, instantes que alimentaban su espíritu y le proporcionaban la energía para seguir adelante.
El pasado mes de noviembre, la pequeña Lucía decidió ir a vivir con su padre. Desde entonces, las redes sociales era un catálogo de imágenes de felicidad en estado puro, la victoria sobre la incomprensión, la compensación de tanto silencio y oscuridad. Aquella alegría se culminaba con la fiesta del 14 cumpleaños de Lucía, el 8 de abril. La hija, pletórica. El padre, rebosante. Apenas una semana después, el 15 de abril, dos motoristas, dos niños, se acercaron a la ventanilla del coche en el que Mario esperaba a que cambiara la luz de un semáforo y le descerrajaron seis tiros que acabaron con su vida al instante.
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No conocí nunca a Mario. Nunca le vi. Nunca hablé con él. Pero, mientras Alicia me explicaba lo ocurrido, me invadió una nube oscura de tristeza y de rabia, una amargura extraña y pegajosa. Nadie más que él merecía disfrutar de los próximos años de su hija, de sus fiestas de fin de curso, de su primer novio, de sus logros profesionales, de su vida entera.
Damos por hecho que las cosas son como deben ser. Que los finales son felices. Y, de repente, un martes por la mañana, la vida se te escapa al volante de un Volkswagen Golf negro en las calles de Bogotá. Y desaparecen de golpe cada uno de los asuntos pendientes que no hicimos esperando un momento mejor. Y aquí se queda solo el rastro de nuestra huella por el mundo, todo lo que hicimos por merecer el tiempo que se nos dio, la nostalgia del recuerdo en los nuestros y un puñado de buenos momentos.
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Me atreví a dar por hecho que mi amigo Lele estaría indefinidamente ahí, que estaría bien, que no necesitaría nada. Y ahora debo conformarme con la idea de echarle de menos y recordar cada uno de los chutes de amistad que me ofreció como un regalo que alguien puso en mi camino una fría tarde de octubre en Salamanca, hace muchos años.
Lo único que me resta ahora es dar por hecho que, dentro de un tiempo, nos volveremos a encontrar y me recibirá con esa sonrisa burlona, con su cigarrillo y su café con leche del que siempre asomaba una cucharilla, mientras me gritará: «¡Ya era hora, gallego, ya era hora!». Y entonces sí le daré ese abrazo que la vida, fugaz y traidora, nos robó.
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