Hace unas semanas compré el libro de Elena Huelva. Fue la típica compra impulsiva cuando uno entra a una librería a por algo concreto y ... sale con 20 ejemplares de entre los cuales el 50% probablemente se acumule para siempre en una estantería sin prestarle mayor atención. Lo abrí por curiosidad al llegar a casa y lo terminé dos horas después sin poder despegarme del papel.

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Su historia, desgraciadamente, no es especialmente distinta a la de otras muchas: una adolescente con cáncer que cuenta cómo cambió su vida desde que le detectaron la enfermedad. El tratamiento, las consecuencias, las recaídas. La esperanza con la que terminaba de escribirlo en 2021 creyendo que esto no sería más que un mal recuerdo. Es una vivencia horrorosamente habitual en muchas familias, pero Elena era diferente. En el peor día de su vida irradiaba una positividad que cualquiera envidiaría en su día más feliz. Sonrisas, esperanza, actitud positiva, bondad. Una buena persona que no se merecía acabar tan pronto.

Sobre Elena Huelva, que desde esta semana nos mira desde el cielo, está todo escrito. Pero aún no se puede hacer justicia sobre el dolor con el que va a vivir su familia, más aún cuando en unos días se termine de apagar la luz de las condolencias de todo un país y lo único que quede es que Elena, su hija y su hermana, ya no está.

Porque usted y yo, al igual que todos, hemos vivido momentos horribles en nuestra vida, y por eso sabemos que no hay ningún sufrimiento peor que el dolor de aquellos a los que queremos. El sentimiento de una madre que prefiere morir ella antes de que a su hijo le pase nada, el hermano que sufre más que su hermana cuando a ella le hacen 'bullying' en el colegio, el amigo que se desvela cuando su compañero de vida pasa por una muy mala racha.

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Tendemos a pensar que la humanidad es egocéntrica, y nada más lejos de la realidad: desestabiliza más sufrir por los demás que hacerlo por uno mismo. Probablemente sea por la impotencia de no poder hacer nada por remediarlo, o quizás porque de repente en el peor momento de alguien es cuando más somos conscientes de cuánto les queremos o necesitamos. Sea cual sea la razón, somos animales sociales que entendemos que sin los demás sencillamente no somos nada, o por lo menos nada que merezca la pena.

Los protagonistas del sufrimiento, con toda la razón para ello, tienden a encontrar consuelo y comprensión en los demás. Quién no va a apoyar a alguien que tiene una enfermedad, al que se ha separado, al que han despedido, al que tiene problemas personales o profesionales serios. Pero como declinaba el poeta romano Juvenal con su famoso «¿quién vigila a los vigilantes?», a veces merece la pena preguntarse quién cuida a los cuidadores.

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Porque Elena Huelva nos duele a todos los que nos cruzamos con ella en redes sociales, en su libro o en la prensa, pero dentro de unas semanas probablemente la aparquemos en nuestro subconsciente igual que hicimos con Pablo Ruz, con el hijo de Ana Obregón o con otros tantos que tuvieron una vida corta e injusta. Pero sus familias y sus amigos, cuando pase este tiempo de latencia, seguirán viviendo, si es que eso es vivir, sabiendo que su persona no va a volver.

Y en este mundo cruel y atropellado, en el que la actualidad de hoy parecerá un pasado remoto mañana, merece la pena que aprovechen este día para que ustedes se acuerden de cuidar a los cuidadores. A su familia, a sus amigos, a cualquiera que sufra por el dolor de otra persona sabiendo que no tiene derecho a quejarse porque a fin de cuentas esto no le pasa a él. A los que se sacrifican en silencio, a los que empatizan, a los que no dan la espalda, a los que preferirían morir antes que tú y a los que ya no saben vivir sin ti.

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A los que te cuidan, como la familia de Elena Huelva la cuidó hasta su último día, aprovechemos hoy para darles las gracias por sacrificar su felicidad solo para que la infelicidad de los demás sea un poquito más soportable.

A veces la vida es injusta, pero hay personas que merecen la pena. Convirtámonos en una de ellas.

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