Levantando el tejado de una nave industrial, Mr. Scrooger, el viejo avaro e inmisericorde de Charles Dickens, hubiera conocido la vida de un colega en la dureza de corazón. Este cuento es real al principio e imaginario al final.
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Un día de hace al menos ... cuarenta años fui a jugar al tenis a un chalé de la costa, cuyo propietario era amigo de mi acompañante. Después del partido se sirvió un aperitivo. Mientras masticábamos mojama y hueva de excelente calidad, el anfitrión empezó a pontificar sobre sus métodos como empresario. De todo lo que dijo, unas cosas sensatas y otras fuera del tiesto, la que me impactó imperecederamente fue esta frase: «Al llegar a la oficina dejo el corazón en el armario con el abrigo». Se refería, obviamente, a los sentimientos que pudieran distraerlo de la dureza que, según él, debía presidir la gestión en su empresa. De ese comentario sale este cuento:
Aquel día 24 de diciembre el señor Ortega se bajó del coche muy impaciente. Había pasado una mala noche que atribuyó a la bajada de producción que denunciaba el último informe sobre su mesa. Necesitaba subir la dosis de dureza en la línea de producción para que todo el mundo advirtiese que en su empresa no había sitio para vagos. El frío de diciembre había llegado una semana antes de cuando correspondía, según su cuidadosa estadística. En su cara notó el fino corte de bisturí de la brisa de aquella mañana inquietante para sus finanzas. Casi resbaló al pisar un charco helado. Nunca estuvo seguro de si fue oportuno construir la nave tan alto, a pesar de que, al haber pagado como suelo rústico donde luego construyó su nave, le produjo beneficios cuantiosos por la venta de los terrenos adyacentes, consolidando un polígono industrial salvaje ante la impotencia municipal.
Se mantuvo de pie, se estiró y avanzó con su gran tranco hacia la oficina. Subió a su despacho, se quitó el abrigo y metió su corazón cuidadosamente en el bolsillo derecho, donde había una bolsa sanitaria tomada del cajón de su mesa. Ya estaba listo para la jornada. Bajó a la nave y empezó a dar gritos. Dos horas después, entre dos líneas de mujeres y hombres con la cabeza baja a los que miraba fieramente, sufrió un colapso y cayó a plomo al suelo agarrándose el pecho. Los trabajadores llamaron al capataz, el capataz llamó al 112, los sanitarios lo llamaron a él: «¡Señor Ortega, señor Ortega!», mientras apretaban rítmicamente su pecho y le insuflaban oxígeno en los pulmones. No supieron interpretar el farfullar angustiado del Sr. Ortega «¡¡En el arfario!!» con lo ojos queriendo salir de sus órbitas para señalarles que sus maniobras debía hacerlas en su despacho. Fue imposible recuperar al Sr. Ortega. Uno de los sanitarios comentó que notó algo extraño en la morfología del tórax del caído: «Parecía hueco». Su sorpresa no es nada comparado con la que se llevó el forense al hacerle la autopsia. Desde que abrió advirtió que allí tenía un caso que le daría celebridad en el próximo congreso de su especialidad. Dos semanas después, los servicios de limpieza de la empresa, advertidos por un extraño olor, abrieron el armario y dentro del abrigo encontraron una víscera ennegrecida y jibarizada por la deshidratación. Era el corazón infartado del Sr. Ortega. El forense se llevó un gran disgusto, aunque todavía vio una oportunidad en que el muerto hubiera podido sobrevivir dos horas sin corazón. No sabía que, eso, el Sr. Ortega lo hacía cada día. Fin del cuento.
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Parece mentira, pero los humanos nos hemos dado oficialmente un solo mes para llevar el corazón puesto, mientras pasamos once meses con el corazón en algún armario. Tan es así, que, en política, se ha acuñado el término 'buenismo' para reprochar las actitudes compasivas que se niegan a aceptar una supuesta dureza de la vida, y deben proceder con destemplanza ante los demás.
Nietzsche sugirió que en las relaciones comerciales está la base de la moral, de lo justo y lo injusto, anticipando oblicuamente lo que iba a ocurrir. Quizá por eso escuchamos a algún divorciado decir: «Estoy de nuevo en el mercado» queriendo ofrecerse como mercancía a los demás. Sé de mucha gente que lleva su corazón puesto siempre, casi por profesión. Se arriesgan cuidando a otros, en los naufragios humanitarios o en los exabruptos naturales. Pero también sé de otros que no parecen llevarlo encima nunca, cuando, quizá, sea el corazón el único lugar donde un ser humano puede realmente encontrar reposo. Tal vez esta Navidad sea una ocasión para plantearse si esta España democrática está ya madura para llevar su corazón puesto en su sitio todo el año.
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