Una interrogante esencial ocupa por completo nuestros desvelos: ¿cuándo acabará esta interminable pandemia de nuestros pecados? Oteamos el futuro con incertidumbre, sin atisbar el final, abonados a sucesivas oleadas de contagios y fatigados ante tan prolongada e incierta travesía. Con el lógico deseo de recuperar ... hábitos y costumbres arrumbados, sin el temor de sufrir las consecuencias de la infección. Deseamos vernos liberados de las servidumbres impuestas por las necesarias e imprescindibles restricciones, en aras a preservar la salud individual y colectiva. Es esta, siquiera sea por una vez, aspiración unánime de asistir al desenlace tan ansiado. Pero esta contingencia no parece que vaya a solventarse de raíz. Al menos en el supuesto ideal de su completa extinción. No se trata de un punto de vista pesimista. Pero no cabe esperar que un día, ojalá que cercano, nos despertemos con la noticia en primera página del periódico de que esto se ha acabado. Tampoco radios y televisiones abrirán los informativos con anuncio tan gozoso, de una contundencia similar a la que rezaría el siguiente enunciado: 'Una vez restablecido de su infección por coronavirus el ultimo contagiado, la epidemia ha terminado'.
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No suelen desaparecer las pandemias de esta manera, quiero decir como por ensalmo, si nos atenemos a lo ocurrido en episodios similares a lo largo de la historia, jalonada en diversos periodos por diferentes agentes infecciosos. Suele ocurrir que su actividad se desvanece lentamente, en una progresiva adaptación a la convivencia entre los microrganismos causantes y la especie humana. En un equilibrio que puede decantarse hacia nuevos brotes, pero sin una diseminación generalizada. Con endemias, eso sí, localizadas en el tiempo o restringidas a entornos geográficos concretos, definidos y controlados. El ejemplo de la gripe común sería el más aproximado. Cuando después de tremendas sacudidas sobre la población mundial –de enorme envergadura y gravedad, como durante la mal llamada gripe española o la más reciente gripe asiática–acude fiel pero comedida a sus citas invernales.
No perturba la marcha de la sociedad, pues se limita a las repercusiones sanitarias de mayor o menor enjundia, pero soportables. Del mismo modo que epidemias recientes que nos conturbaron, por su desconocimiento e irrupción masiva. Así ocurrió con el síndrome de inmunodeficiencia adquirida o la enfermedad de los legionarios –notable en nuestra comunidad– que aún hoy persisten, pero sin suscitar esa desazón inicial colectiva. Con la consecuente preocupación por su rumbo y número de afectados, pero que se acepta como una mera eventualidad a tener en cuenta, en esa reiterada normalidad de la sociedad.
La actual pandemia se dará por concluida cuando pierda su importancia universal. Sin suscitar confusión y temor, no perturbando la economía ni la convivencia social, restringida al ámbito particular del componente sanitario. Esta afirmación la justifican los antecedentes históricos de que no procede considerar que la evolución pandémica se ajuste a un relato lineal. Así es en el caso del coronavirus, con el inicio de sobras conocido desde su origen asiático, seguido por el clímax de infecciones y jalonado por reiteradas ondas durante los últimos dos años. Hasta concluir, en este devenir temporal, con su desaparición. Siendo ciertas las dos primeras etapas –las del comienzo y el desarrollo de la trama–, el final siempre se percibe como una niebla de inciertos contornos.
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Esta fase postrera acontece cuando la actividad infecciosa deja de condicionar las actividades que alteran el normal desarrollo del quehacer cotidiano. Desde la tremenda convulsión de las actividades sanitarias, volcadas todas sus energías en la contención epidémica, hasta las profundas repercusiones sobre la economía, la política y la convivencia. Quedamos así expuestos a un indeseado escenario en el que afloran tensiones, fruto de la sobrecarga emocional continuada. De señalar un aspecto positivo, sería el del empuje decisivo de las vacunas. Cualquier crítica a estas es desafortunada, al plantearse la disyuntiva de qué habría sucedido, si no hubiésemos contado con este remedio de contrastada, probada y consolidada eficacia. Su estructura permite vislumbrar un horizonte halagüeño, aprovechable para encauzar otras enfermedades que aguardan su solución.
Estos días, como producto de la necesidad humana de certezas, sorprenden manifestaciones de expertos –ahora que abundan– procedentes de variadas disciplinas, que se atreven a vaticinar el fin de la pandemia. Es una especulación en un mundo globalizado, propenso a la difusión de toda clase de mensajes. Desconocemos en qué se basan para formular sus predicciones, cuando la inmensa mayoría solo aportan incertidumbre y confusión añadida con sus vaticinios. La historia, los modelos matemáticos y la imprevisible biología del coronavirus, como ya se ha demostrado, señalan que la cautela debe presidir esas afirmaciones, sin duda bienintencionadas, para no defraudar las expectativas de un final feliz.
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