No esperen en este artículo un riguroso análisis científico o epidemiológico sobre el célebre coronavirus. Al contrario, evitaremos los datos sobre el aumento del número de infectados, los ingresos hospitalarios o la mortalidad. Hemos llegado a tal estado de saturación de información –a veces contradictoria– que se hace necesario decretar una leve tregua para plantear una pausada reflexión sobre lo que nos está ocurriendo.
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La consideración del coronavirus como un 'agente biológico' en guerra declarada contra la humanidad ha generado una tremenda crisis mundial. La velocidad de los acontecimientos ha superado el poder explicativo y la capacidad de control de la ciencia. El miedo y la incertidumbre nos invaden ante un enemigo invisible que acecha escondido en cualquier rostro humano.
La vida pública ha quedado en suspenso, nosotros mismos –en cuanto víctimas potenciales del contagio– somos objeto de noticia. El periodo de aislamiento o el estado de alarma nos han confinado a la intimidad de nuestros hogares. Todos somos sospechosos de portar este mal, se nos recomienda mantenernos a una distancia prudencial, no tocarnos la cara y lavarnos las manos con frecuencia («El infierno son los otros», Sartre 'dixit').
Existen muchas referencias literarias o cinematográficas de situaciones parecidas. En el 'Decamerón' de Bocaccio (siglo XIV), diez florentinos se refugian fuera de la ciudad para huir de la peste medieval y pasan el tiempo contando historias donde se ensalza la alegría y el gozo de vivir despreocupado. En el cine, la amenaza más frecuente para el planeta procede del espacio exterior en forma de alienígenas con diversos aspectos e intenciones finales no siempre dañinas (Ultimátum a la tierra, 1951; E.T., el extraterrestre, 1982).
La rápida difusión de este agente contagioso, su amenaza para la vida, el colapso previsible de los sistemas sanitarios y el no disponer de un tratamiento eficaz han provocado una apresurada alarma social con conductas acaparadoras de suministros o de huida desde las zonas de mayor contagio (con el riesgo de una propagación más acelerada de la enfermedad).
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La respuesta ante la crisis del coronavirus ha potenciado valores comunitarios como la solidaridad, la organización del trabajo en equipo y la utilización eficiente de los servicios sanitarios, pero también se ha demostrado la necesidad de una mejor cooperación internacional e incluso entre las diferentes comunidades autónomas de nuestro país. El enfoque belicista en la gestión de este problema ha favorecido el miedo generalizado, seguramente con la intención de asegurar una obediencia ciega a las decisiones tomadas por las autoridades.
Los niveles de contaminación en las zonas de China donde se originó la pandemia han disminuido de manera significativa. Aunque no sabemos la duración real de este efecto, ni tampoco si el origen de la difusión del virus ha sido natural o provocado artificialmente con algún interés perverso a largo plazo, es posible que con el tiempo descubramos otras consecuencias positivas derivadas de esta pandemia.
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El coronavirus nos recuerda nuestra esencial vulnerabilidad como seres humanos y la obligada conexión que tenemos con la naturaleza. Formamos parte de una totalidad unificada donde solo somos un eslabón más de una cadena –igual de importante que el resto de los seres vivos– para mantener el equilibrio global. Frente a una sociedad individualista, consumista, hiperactiva, acaparadora de objetos y de actividades superfluas, ávida de masificaciones y depredadora del medio ambiente, la crisis del coronavirus nos obliga a fortalecer los lazos comunitarios y a volver con tranquilidad al hogar para cultivar nuestra interioridad.
Tan importantes como las medidas para evitar el contagio son las medidas para potenciar nuestra salud: mantener una actividad física moderada y una alimentación equilibrada, limitar la exposición a los tóxicos, favorecer el sueño reparador. El exceso de información alarmista es un veneno para nuestro sistema inmunológico. Restringir esta información, disfrutar de espacios de humor y diversión, disponer de media hora de silencio al día como ejercicio de práctica espiritual pueden ser medidas eficaces para reducir la expansión y la letalidad de este virus.
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En una viñeta de las que circulan por las redes sociales, un grupo de animales –en una especie de 'zoológico invertido'– observan indiferentes una jaula llena de humanos temerosos ataviados con mascarillas y guantes. Las guerras solo terminan cuando los enemigos consiguen abrazarse. ¿No podríamos 'disolver' al coronavirus ofreciéndole quizá un poquito de nuestro amor?
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