Mi tío Pepe, todo un carácter al que llamaban 'don Pepone', a finales de los años 60 me vio corretear desnudo (antes los niños correteaban desnudos y no había ningún observatorio para denunciarlo) y le dijo a mi madre: «oye, éste, ¿a quién le ha ... salido?». La broma se refería a cierto atributo físico visible, que al parecer no provenía de la rama paterna. Con el tiempo, me fui pareciendo todavía menos a mi padre. Todo el mundo decía que era un calco de mi madre, en apariencia y manera de ser. Sin embargo, desde que mi padre murió se inició un extraño proceso inverso. Me he ido pareciendo cada vez más a mi padre, en todos sus gustos, en su aire, en su perfil severo de moneda, excepto en sus ojos aguamarina, que a este paso no descarto descubrir un día ante el espejo.
Publicidad
Se ha producido una especie de aproximación metafísica, como si el ausente fuese un polo gravitatorio al que me dirijo sin poderlo evitar. Como esas estrellas apagadas y frías que todavía atrapan en su órbita a planetas menores. Los fallecidos tardan en irse del todo de las casas que habitaron; pero cuando se han ido por fin quedan, a veces, como una especie de imanes energéticos cuando ya hace mucho tiempo que cesaron toda energía. Supongo que ésa es la razón por la cual tantos hijos acaban haciendo lo mismo que un día hizo el padre, quien lo repitió de su abuelo. Los faltos de vida llaman a quien continúa vivo. Me he encontrado haciendo cosas que jamás había hecho, y que recuerdo que eran signo distintivo de mi padre. Reaccionando como lo hubiese hecho él a lo que yo nunca había reaccionado así. Más aún: me sorprendo en gestos de mi cara muy concretos que fueron su propiedad exclusiva. No me inquieta. Estoy orgulloso de descubrir en mí, de pronto, a aquel ser explosivo que se levantaba en medio de un restaurante, en una discusión repentina, y dejaba a algún contertulio (a veces no era ningún contertulio, podía ser una idea abstracta) del tamaño de un gnomo. Estoy orgulloso de descubrir que, cuando no se me ha ofrecido el respeto, puedo producir terror.
¿Ése era yo? Jamás. Era en apariencia frío, pacífico y místico como la poesía de Rabindranath Tagore, que no hablaba por no ofender, que no tuvo juventud para no decepcionar a los mayores, formalito de más y sin vicios conocidos ni desconocidos. El retrato de mi madre. La que sigue leyendo sus periódicos a las cuatro de la madrugada y cena magdalenas con té. Me dirijo ahora, sin poderlo evitar, hacia una última orilla mercurial, estentórea, y caer en excesos se me da ya un ardite, o sea, me importa un pijo.
Una mañana me llamaré a mí mismo con su voz.
Infórmate con LA VERDAD: 1 año x 29,95€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.