Tras diez días de inmovilización con una tracción ósea de 8 kilos para intentar mover el fémur impactado en mi pobre pelvis, me operaron. Casi ... siete horas de una compleja y exitosa intervención que me dejó en una situación física deplorable: anemia grave aguda por sangrado quirúrgico, pérdida de más de diez kilos (casi 1 kilo/día), atrofia muscular generalizada y pérdida proteica severa. A los cuatro días de la operación y dos semanas del ingreso nos planteamos el alta hospitalaria.

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En ese momento, mi dependencia de la cuidadora principal, mi esposa, era total: imposibilidad de moverme en la cama solo, necesidad de pañales para poder evacuar mis intestinos y ayuda para la limpieza más básica, mantener mínimamente hidratada mi piel, hacer accesibles los medicamentos, la comida o el agua. Al escribir estas líneas, tras casi un mes de mi atropello, mi dependencia sigue siendo importante y todavía me quedan, al menos, 8 semanas para poder comenzar a apoyar la pierna afectada que en este momento es un guiñapo flácido.

Toda esta carga cuidadora ocurre en el mejor contexto posible. Mi esposa, como yo, es médico de la sanidad pública y ha podido pedir una excedencia para poder cuidarme. Somos relativamente jóvenes, estamos bien de salud y nuestra situación económica nos permite tener una casa confortable y amplia para los cuidados. Podemos permitirnos el lujo de dejar de ingresar su sueldo, pagar pequeñas reformas para adaptar el hogar y, lo que es fundamental, sabemos que su puesto de trabajo será respetado.

A pesar de lo duro que parece, nuestra situación es excepcionalmente buena. Lo normal es que convalecencias tan exigentes o más tengan que realizarse en contextos mucho más desfavorables: personas mayores que viven solas o con cuidadores igual de ancianos y enfermos, fatigados familiares que no pueden permitirse dejar de trabajar para los cuidados, domicilios minúsculos donde se amontonan abuelos, hijos y nietos, problemas económicos que impiden cualquier gasto extra, etc. Convalecencias imposibles tras fracturas de cadera, ictus, ingresos prolongados o intervenciones quirúrgicas con grave deterioro funcional secundario, muchas veces con algún grado de demencia asociada, son la norma en nuestra población mayor.

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En los hospitales estas circunstancias sociales, tan fundamentales para la recuperación, no son exploradas sistemáticamente. Esto es paradójico puesto que son estos aspectos, y no tanto los biológicos, los que de manera más clara condicionan el pronóstico, especialmente en las personas mayores y con enfermedades crónicas avanzadas. La cirugía puede haber sido excelentemente realizada o el ictus ejemplarmente tratado para reducir su daño, pero si esa persona enferma vuelve a un contexto de vulnerabilidad (habitacional, social, económica, educativa, etc.) es muy probable que finalmente las cosas vayan mal: que no tome adecuadamente la medicación, se encame porque nadie lo movilice, viva en malas condiciones higiénicas o no reciba los cuidados básicos adecuados para prevenir complicaciones. Se suele iniciar muy rápido un círculo vicioso que empieza con múltiples visitas a urgencias y reingresos que deterioran más al enfermo y que lo hacen más vulnerable tras cada alta.

La falta de trabajadores sociales y su articulación en el sistema sanitario dificulta una atención precoz y el acompañamiento al paciente y a las familias en el proceso de adaptación a las nuevas necesidades de cuidado. Estos profesionales, no obstante, cuentan con muy pocos recursos para poder ayudar a los enfermos y sus familias en la vuelta a casa. Cuando el plan de tratamiento lo requiere, es posible el ingreso en un hospital de media y larga estancia para dar continuidad a la atención. En estos centros, la escasez de recursos comunitarios y los tiempos necesarios para su obtención provocan que los ingresos se prolonguen demasiado tiempo. Vivir, a veces durante años, en una habitación de hospital, especialmente para una persona mayor, genera un daño muy grave. Cuando el alta es a domicilio, si las familias no tienen capacidad socioeconómica para soportar el impacto de los cuidados, solo queda cruzar los dedos mientras se inician unos lentísimos procedimientos burocráticos para poder acceder a servicios sociales como la ayuda a domicilio o una plaza residencial.

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En una región como la nuestra con tasas de pobreza cercanas al 30%, el porcentaje más elevado de vivienda inadecuada o los peores servicios sociales del Estado, medidos por el índice DEC, estas convalecencias son una tragedia muy frecuente. Desde la administración sanitaria se han emprendido iniciativas de calado para revertir esta situación como un programa novedoso de planificación del alta hospitalaria, el refuerzo del trabajo social sanitario, en número y articulación, o la mejora de la cooperación con la red regional de hospitales de media y larga estancia. Pero está pendiente construir un espacio de colaboración entre los ámbitos social y sanitario para que nuestros mayores enfermos reciban, cuando lo necesitan, los apoyos sociales que permitan aliviar su sufrimiento y vulnerabilidad tras sufrir eventos biológicos, priorizando, siempre, la permanencia en sus hogares.

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