Que España es un país de contrastes es algo fácil de comprobar: solo hay que salir a la carretera. Parece como que te condicionara vivir en un sitio determinado. No es lo mismo el norte que el sur; el este que el oeste; la península ... que las islas. El paisaje, la manera de ser, de hablar, andar, relacionarse, organizarse, hasta de pensar, pueden resultar estupendas diferencias.

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Tampoco es la primera vez que experimento estos contrastes que menciono. Hoy día, con la información que tenemos de todo lo divino y de lo humano; con lo que creemos que son las cosas y lo que, en realidad, son; con una menor capacidad de sorpresa, el tema se actualiza. Recuerdo la primera vez que salí de España, en el consabido viaje de estudios a París, tuve que procesar rápidamente un sinfín de pequeñas vivencias. Solo pasar la frontera, parar el autobús a comer, ir al baño y oler el paisaje, te dabas cuenta de que era otra cosa. Ni mejor ni peor. Otra cosa. Allí estaba el tema del idioma, que servía y sirve de barrera en las relaciones entre personas. Pero había otras cuestiones, por encima de la lengua, que te demostraban a las bravas que estabas en otro sitio. Que todo era distinto.

Luego fui con el TEU a Estambul, en donde ese contraste sí que fue brutal. Y de nuevo las comparaciones. Francia era más parecido a nosotros. Turquía era otra cosa. La gastronomía, las camas, el paisaje, los olores, la circulación, los hombres y mujeres que iban de allá para acá sin reparar en que eran escrutados por un montón de murcianos a los que les costaba cerrar la boca de puro asombro. Luego vinieron otros lugares con estéticas urbanas tan distintas que te llegaban hasta lo más profundo.

No seguiré recordando países e idiomas distintos al mío, afición a la que tanto nos acostumbramos la clase media española desde, al menos, los años setenta del pasado siglo, porque sería reiterarme. Cuando descubrimos la posibilidad de viajar, todos empezamos a cambiar. Sin darnos cuenta. E imaginamos una red de comparaciones difíciles de homologar. Los viajeros nos dividimos entre los que creían que todo era mejor que lo nuestro hasta aquellos que estaban deseando volver para tomarse un pincho de tortilla con jamón. En medio nos situamos muchos (y muchas) que éramos capaces de admirar lo que no teníamos, y discutir lo que no quisiéramos tener. Jamás nos podríamos comparar con la Plaza de la Señoría florentina, ni con las Tullerías parisina o con la Acrópolis ateniense. Pero tampoco desdeñemos tantos y tan bellos paisajes que tenemos en España. Lo bueno, en mi opinión, es añadir a nuestra carpeta de recuerdos esos enclaves que habíamos visto en documentales y películas, pero que percibidos en directo alcanzan el calificativo de inolvidables.

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¿Por qué digo hoy todo esto de las diferencias entre lugares y gentes? Porque tales diferencias están en nuestro propio país, y ahora, tras año y medio sin salir de la Trapería, experimento al salir tan solo al otro lado de España. Razones de trabajo (o de afición) me han llevado a estar esta semana en Avilés, y quizás sea por eso, por haber pasado tanto tiempo encerrado, no dejo de asombrarme de las diferencias que tiene con mi tierra. Diferencias que merece la pena reconocer. La citada villa asturiana está fuera de los circuitos turísticos tradicionales. Es un pueblo que ha sufrido con ejemplar estoicismo el cierre de empresas que fueron líderes en sus campos. Pero por encima de todos estos avatares están las personas. Y aquí han tenido la suerte de haber sido gobernados por gente de criterio y cultura, fueran del color político que fuesen. Por cierto, la actual alcaldesa y la anterior han sido mujeres, rompiendo una larga tradición de regidores hombres.

Solo hay que darse una vuelta por Avilés para reparar en el buen orden urbanístico que tiene. El centro urbano, de trazado medieval, aun con sus cambios, es de una limpieza singular. Fuera de ese casco hay edificios nuevos, por supuesto, pero no hay disparates, como en el sur tenemos. Y su oferta cultural ya la querrían la mayoría de los municipios al sur y al norte. Por eso animo a mis conciudadanos a visitar este rincón asturiano, y a mis políticos, a que copien todo lo que se pueda copiar. Esto no es arte, en donde el plagio está condenado. Es instinto y buen gusto, que merece la pena conocer.

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