Una de las cosas que más se han fomentado desde el inicio de la pandemia han sido las colas. No es que antes no las hubiera, pero hay que reconocer que ahora se han impuesto por pura necesidad. Todavía está en nuestra memoria gente esperando ... fuera de las tiendas, sobre todo las pequeñas, cuya capacidad se restringía a uno o dos individuos. El resto del personal, en la calle, esperando: haciendo cola. No es que las mentadas colas sean un invento moderno. Tampoco demasiado antiguo, pues, que se sepa, ni la nobleza ni los terratenientes ni cualquier espécimen de poderoso se pusieron en una de ellas. ¡Hasta ahí podrían llegar! Las colas son producto de la lucha de clases, con perdón; de los pobres que aguardaban, y siguen aguardando, la sopa boba, o cualquier dádiva u óbolo, en un orden peor que mejor hecho. Por cierto, la necesidad ha hecho que cobren actualidad esas largas filas de quienes esperan al menos una comida al día.
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En España, que yo recuerde, tampoco era muy normal eso de hacer cola, pues la gente se metía en una tienda y le bastaba con decir 'quién es la última', para saber cuándo te tocaba comprar. ¡Pocas veces he sido yo 'la última'! La modernidad trajo consigo un dispositivo del que sacas un número, y sabes los que tienes delante, y puedes calcular más o menos el tiempo de espera. Fuera es otra cosa. Lo que más me llamó la atención de mi primer viaje a los países del Este, muy al principio de los años ochenta, cuando aún subsistía el Muro de Berlín y todo lo que eso conllevaba, eran las colas. Las largas colas que hacían, por ejemplo, los varsovianos en la Plaza del Mercado, esperando poder comprar una o dos cocacolas, que no se servían en otros sitios. Un gran camión abría un lateral, y de allí nacía una enorme ristra de compradores. Algo parecido vi en La Habana, mucho tiempo después, hace apenas diez años, en Vedado, ante la heladería Coppelia, con larguísimas colas para los nativos, que pagaban en pesos cubanos, mientras que los turistas, que pagábamos en cucs, apenas si esperábamos unos minutos. La diferencia de precio, según nos dijeron, era enorme. Estas colas socializadas justo es decir que son de un orden inmaculado. Nadie intenta colarse, ni nadie arma gresca por un quítame allá un sitio. Pero no crean que esto es cosa del comunismo. En un país tan capitalista como Estados Unidos, la cultura de las colas se lleva tan a rajatabla o más. Y, si no, vean el orden con que se llega a la taquilla de los emporios Disney, de cualquier museo, monumentos como el Empire State Building y similares. También me quedé pasmado de esa disposición cuando aterricé por aquellos lares hace ya un montón de años.
Digo esto porque, a pesar de que las colas han proporcionado un sentido de la educación superior al de antes de la Covid, aún quedan restos de quienes se resisten a esperar el tiempo que les corresponde. El otro día, en un consultorio médico, aprecié tres clases de personas que esperaban que la recepcionista te diera el papelito con tu correspondiente turno. La primera era la normal, la más seguida, que también es la lógica: hacer cola, con la consabida distancia de seguridad de metro y medio. La segunda es la de los cansados: los que se sientan en algún sitio, y cuando les toca dicen 'no, voy yo, pedí la vez'. Vale. Estos deberían ser impedidos o personas mayores. Pero no. Para un anciano que se sienta hay diez más jóvenes que, sencillamente, están los pobres cansados y tienen que sentarse, y que el resto del mundo haga cola. Hay aún una tercera clase que son los que parece que con ellos no va la cosa. Se quedan en un lateral, hablan por teléfono o hacen como que hablan, y, cuando menos te lo esperas, dicen 'oiga, que me toca a mí'. Por prudencia uno suele contestar que perdone, que no lo había visto, aunque nos quedamos con las ganas de decirles que por qué no se ponen claramente en la puñetera cola. Todo esto, contrastado como corresponde con deudos y amigos que necesitan ir al médico, pedir recetas o tomarse la tensión, parece lo habitual: siempre hay listos que se saltan la norma. Eso sí, suelen ser pocos. La mayoría, todo hay que decirlo, hace sus colas como Dios manda.
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