La chica, señora ya –las antiguas alumnas siempre me parecen chicas–, me asaltó en la calle por donde iba caminando. «Profesor, por favor, tengo que contarle algo que me agobia, me aturde...». Dime, le contesté. Sé que sacaste la oposición y que andas en un ... instituto por el Campo de Cartagena. «Eso es. Pues, mire qué me ha pasado esta mañana. A media clase, ha entrado un grupo de hombres. Todos llevaban un brazalete con un símbolo que desconocía. Uno de ellos se ha subido a la tarima y a viva voz ha pasado lista de alumnos cuyos nombres eran de procedencia árabe, además de otros de origen suramericano. Los alumnos iban saliendo de clase sin rechistar, escoltados por los del brazalete. El desfile lo cerraba el de la lista, que ni se dignó a mirarme y despedirse». A la chica, señora ya, se le habían llenado los ojos de lágrimas.
Publicidad
Esta escena se me desvanecía al tiempo que, montado en mi viejo Seat León, recorría una parte de la costa murciana. Entre nieblas veía cómo un grupo de hombres de tez oscura daba los últimos toques a un muro de más de dos metros de alto, encima del cual otros colocaban algo parecido a una alambrada rematada por agudas cuchillas. La radio iba diciendo que los curiosos se abstuvieran de pasar por esa zona, a la que jamás de los jamases llegarían inmigrantes que quisieran acceder a Europa. Nuestro país continuaba así el ejemplo de los americanos, que habían rodeado su enorme perímetro con vallas electrificadas por empresas de los miembros de su gobierno. Lo que vi y oí me produjo un vahído del que no sé cuándo pude recuperarme.
Cuando lo hice, o creí hacer, vi por la calle a otro grupo de hombres, con brazaletes semejantes a los que mi exalumna me había descrito, tirando de carritos semejantes a los de los súper, llenos de cajas con móviles de una conocida marca norteamericana. A los viandantes nos paraban y obligaban a cambiar nuestro móvil por otro nuevo, así, por las buenas. Yo le dije que ya tenía uno de los suyos, y que no lo necesitaba. A lo que, con no muy buenas maneras, me dijeron que daba igual: que el que me daban era mejor, además de que tenían ya instaladas las plataformas que teníamos obligadamente que ver y oír.
Con mi nuevo móvil, que miraba de vez en cuando como si fuera una persona extraña que llevaba en mi bolsillo, caminé directamente a casa, viendo, al pasar por las calles, cómo tiendas en las que vendían vaqueros de marcas nacionales eran sustituidas, todas, por marcas americanas. Esto alcanzaba a las zapaterías, muy abundantes en la ciudad en la que vivo. Las excelentes etiquetas ilicitanas o eldenses habían sido sustituidas por conocidos distintivos multinacionales, de esos que hacen publicidad la élite de los deportistas del mundo. Otra cosa que me llamó la atención, por decirlo de algún modo, fue que en mi aparente fantástico periplo a casa veía con asombro que las cartas que anunciaban los menús del día, en los restaurantes que encontraba a mi paso, estaban visiblemente tachados (aunque reconocibles) los platos anteriores: el cocido, la fabada, el caldo con pelotas, la tortilla española, etc. En su lugar, se ofrecían hamburguesas de todos los colores y sabores, con salsas de cualquier matiz, regadas con cervezas americanas, sin anuncio alguno de cualquier vino de la tierra.
Publicidad
No sé si conocen un viejo cómic, americano por supuesto, en el que el protagonista, llamado Pequeño Nemo, va por calles de ciudades fantásticas, con edificios de dimensiones ilusorias, donde el protagonista va sorteando cuantiosos peligros. Esa sensación tuve hasta llegar a casa. Quise liberarme de todo ello poniendo la tele, yendo a buscar directamente una película, porque las noticias eran la peor pesadilla que uno pudiera tener. Me dije, hala, voy a ver una española de los años cincuenta, un clásico de Berlanga de esos tan divertidos con el inolvidable Pepe Isbert. Pues, si quieres arroz Catalina. En todas las plataformas que suelo manejar aparecían títulos rodados en Hollywood, en versión original subtitulada. Ni rastro del neorrealismo italiano, del 'nouveau cinema' francés, o del cine de autor español. Almodóvar creo que se había instalado en Beverly Hills. Me fui a la cama.
Y de pronto, como le sucedía en cada historieta a Pequeño Nemo, me desperté cayéndome de la cama. Después de respirar hondamente, no me he repuesto del miedo a los hombres del brazalete.
Infórmate con LA VERDAD: 1 año x 29,95€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.