Me encanta mi país. Me gustan sus paisajes, su flora y su fauna, su diversidad. Me sorprende la enorme variedad de especies marinas; no es de extrañar estando rodeados, como estamos, por tres mares. Hay ejemplares propios del Cantábrico; otros, del Atlántico; y otros más, ... de nuestro Mediterráneo. Me cautiva que la fruta la comamos por temporadas. Ahora es turno de las de hueso: sabrosos albaricoques, olorosos melocotones, ricas cerezas, y qué decir de las deliciosas ciruelas tanto las rojas como las blancas. En cuanto a la variedad de platos que cada región ofrece, sabemos que superan con creces modas de sofisticadas apariencias. Respecto a nuestros grandes personajes humanistas, todos a un nivel muy superior al de los políticos, recordemos que somos el país de Santa Teresa, Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Velázquez, Goya, Ramón y Cajal, García Lorca, María Zambrano..., y me dejo en el tintero tantas y tantos cuyos nombres podrían llenar las páginas de este periódico. Déjenme olvidarme de reyes y dinastías, por desgracia bastante más irrelevantes que aquéllos.
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Nuestro país hunde sus raíces en múltiples etnias: desde aquellos primitivos iberos, hasta cristianos, árabes, judíos, por no hablar de generaciones de expatriados que buscaron en nuestro suelo un porvenir que no tenían en el suyo. Como hicimos nosotros en tantas otras ocasiones, con antepasados que buscaron en América o Europa lo que aquí no podían tener. Esa mezcolanza, que a algunos les avergüenza, es la esencia de nuestra idiosincrasia. ¡Qué pena que en la Edad Media no existiera internet para comprobar, sin pudor alguno, de dónde vienen esos que hablan de la pureza de la sangre! Menuda pamema. Como dije al principio, este país, suma de culturas, me encanta. Lo he añorado cuando paso largas temporadas fuera de él. Español a mucha honra, sin insignias en la muñeca.
Pues bien. Ratificado mi amor por el país en donde vivo, sin necesidad de ondear banderas ni subir montañas nevadas ni rememorar glorias imperiales, creo sentir que, últimamente, cada día que pasa me gusta menos. No hasta el extremo de abandonarlo por una tierra de Jauja que no existe, pero sí por la desazón que me provoca el día a día. Fíjense que hablo de hoy, del hoy rabioso, y no del ayer o anteayer, cuando mis representantes en la política estatal, regional o local merecían todo mi respeto. Si alguna vez se me pasó por la cabeza dedicarme a ella, siquiera por un tiempo, siempre lo rechacé por no sentirme preparado para asumir semejante responsabilidad. Por eso admiraré eternamente a aquella clase política, sea del bando que fuere. Los veía con el claro empeño de mejorar las vidas de los ciudadanos, fin último de la política, en mi modesta opinión. Pero de un tiempo a esta parte esa apreciación está dejando paso a cierta melancólica sensación de escepticismo. No es que me dé lo mismo lo que digan unos y digan otros, ni mucho menos. Es que mi cansancio sobre la situación que vivimos, los que habitamos este país que me encanta, es cada vez más notorio. Antes, el que ganaba, ganaba y en paz. Aunque fuera por un voto. Ahora no se tolera perder, y se recurre a todas las artimañas posibles para demostrarlo. Antes, me cuentan, y lo he leído en alguna parte, los rivales organizaban comidas de manera habitual, se tomaban vinos, jugaban al dominó (es un decir). Había competencia, no enemistad. Algo así no se puede imaginar ahora. Antes, había respeto; podían no estar de acuerdo pero, aunque se enfrentaran a una formación de ideología distinta a la suya, respetaban las decisiones que salían del pueblo, y perdonen el tópico. Ahora..., no se respeta ni a Dios. Los insultos son plato del día. Y no me pongo a favor de nadie. Uno llama gilipollas al contrario; otro utiliza un bulo como material descalificador, que lo repite y repite en la creencia de que así conseguirá la verdad; aquél tilda al otro de corrupto; éste le dice que tú más... ¡Y la Justicia! ¡Qué decir de una Justicia que nuestro Rey emérito dijo una vez que era igual para todos los españoles, pero que, desde que lo dijo, su conducta dejó tanto que desear! Con razón el autor de la anónima 'Danza de la muerte', dice: «Don falso abogado prevaricador / que de ambas partes llévaste salario...». Pobre justicia.
En fin, que este país que amo tanto, que tanto me enamora, cada vez me gusta menos. ¡Qué le voy a hacer!
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