A lo largo de la historia siempre ha habido iluminados. Repasemos antes de nada el significado de esa palabra, por si alguien se despistara. El diccionario de Manuel Seco lo define como «persona que se cree inspirada por un ser sobrenatural para llevar a cabo ... una misión». Por extensión se dice del poeta que se siente dotado de una especial inspiración. Quienes pertenecían a un movimiento religioso del siglo XVI, una especie de secta mística, que suponía tener contacto directo con Dios por vía del Espíritu Santo, también eran iluminados. Hablaban de visiones místicas. Otros, que no se tenían por tales, contaron pintorescas situaciones de éxtasis.

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Cuando cinco siglos atrás aparecieron algunos casos de iluminados, éstos fueron acusados de herejía por la Inquisición: los equiparaban con el luteranismo. Dejando a un lado personajillos que no vienen al caso, evoquemos a San Juan de Dios como representante del iluminado puro, no de los que perseguían la Santa Hermandad, sino como místico de matices revolucionarios. Después de una vida aventurera, llega a Granada y aplica conocimientos en cuidados a enfermos, abriendo un hospital detrás de otro. Su labor pronto se extendió fuera de la capital andaluza. Antes había sido tachado de loco, pues en su consagración definitiva al catolicismo se enfrentó al boato de la Iglesia mostrando su pobreza en una flagrante desnudez. Éste sí que fue un iluminado. Un iluminado de a pie, sin otra pretensión que hacer el bien. No mucho después de su muerte por pulmonía (intentó sacar del Genil a un joven que allí se había caído), fue beatificado primero y santificado después: es el patrón de hospitales y enfermos.

En cierto modo, San Juan de la Cruz fue un iluminado sin saberlo: su poesía así lo denota. Y también otras venerables cabezas han confesado experiencias místicas. De manera que el concepto de iluminado, en general, ha estado ligado al bien, a la bondad, a quien vive cerca de la santidad sin parecerlo.

El siglo XX, sin embargo, empezó a dar casos de iluminados de más dudosa naturaleza. Su primera mitad alumbró las figuras de Hitler y Stalin, cuyo penoso ejemplo ya vimos adónde condujo a la humanidad. En la segunda, en cambio, emergieron iluminados mucho más ejemplarizantes. Ahí tenemos a Gandhi o Martin Luther King, con sus intentos de igualar los derechos del hombre en etnias castigadas por normas sociales obsoletas. Ambos terminaron asesinados. Sin llegar a tanto, otro iluminado, Nelson Mandela, intentó superar el doloroso 'apartheid' en el que vivía, y vive, no solo su país, sino todo un continente. Pasó más de media vida encarcelado. Como vemos, el pasado siglo alternó los casos de iluminados auténticos, si así se pudieran considerar, con iluminados despreciables, personajillos que lograron que sus doctrinas se siguieran de manera multitudinaria, a pesar de cataduras altamente dañinas para millones de personas.

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Y llegamos al siglo XXI de nuestros pecados, del que llevamos, a la chita callando, casi un cuarto, con la característica común de que los iluminados que tenemos, vaya que sí, son de medio pelo. Un líder, heredero de otro que tal, que dice haber ganado unas recientes elecciones porque sí, sin demostrarlo en ningún momento. Entenderán que hablo de Nicolás Maduro, un espécimen verdaderamente pintoresco, que proclama su condición de comunista invocando a Dios y a la Virgen para que le ayuden a terminar con esa turba fascista que le quita el sueño. Alguien querrá relacionarlo con otros dos personajes de la política latinoamericana, Fidel Castro y el Ché, pero éstos consiguieron un puesto como leyendas universales, siendo mitificados por una música y literatura de alto nivel. Nada que ver. La mayoría de los dirigentes de este siglo XXI deberían saber que jugar a iluminados no reporta beneficio alguno a medio plazo. Por eso, más de uno se contiene; menos el líder del independentismo catalán más reaccionario, último ejemplo que sacamos hoy de iluminados contumaces. Su trayectoria venía ya de cierto estrellato conseguido en el llamado 'procés', en el que, como todos recordamos, hizo de su capa un sayo. Apelando a la democracia, manipuló cifras y letras (como Maduro) pese a lo cual no logró sus objetivos. Pero ahí sigue. Jugando a detectives y ladrones, creyéndose el iluminado del catalanismo más rancio, sin darse cuenta de que su luz se apaga por momentos. Alguien de los suyos debería decírselo. Por eso, en contra de plumillas copiones, Puigdemont no es un esperpento; le falta categoría para ello. Más bien es un cristobita sin gracia.

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