En los años cincuenta, una de las asignaturas 'marías' que teníamos en primaria era Urbanidad. La enseñanza se apoyaba en un librillo, una verdadera cartilla, con excelentes dibujos, quiero recordar que de Opisso. En dicho librillo se contraponían en página par e impar ejemplos del ... niño bien educado y del mal educado. Había otro similar para las niñas que, entonces, se formaban independientemente de los niños. Eso de las escuelas mixtas no se daba. Me viene a la memoria todo esto ante el hecho de que quizás vivamos, en la actualidad, una de las épocas de peor urbanidad, que diga, de peor educación, que para el caso lo mismo me da.

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No quiere eso decir, Dios me libre, que los niños de mi época estaban mejor educados que los de hoy. No caeré en el tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Nada de eso. Había que ver correr a los zagales por el barrio de San Juan, atando al rabo de un gato una lata haciendo un estruendo de mil diablos. O rompiendo cristales de casas vecinas con chutazos de balones de badana, en canchas que eran plena calle. O hacer trastadas al maestro cuando este se daba la vuelta. Tengo para mí, que, como todo en la vida, siempre ha habido críos de toda condición: buenos, malos y regulares.

Por eso no es difícil advertir que hoy, como siempre, haya gente bien educada y gente mal educada. Por poner un ejemplo de estos festeros días pasados, no creo que ayer el personal orinara menos en la calle que hoy. Hoy, como somos tantos, parece que se nota más. Estoy con Eduardo Mendoza cuando dice, en su última novela, y por boca de una persona muy mayor: «Las cosas nunca han sido tan distintas, o el mundo no estaría tan lleno de gente». Para no reiterar acusaciones a la gente joven, que se han hecho en distintos medios, no mencionaré el olor a meados en los días siguientes a las grandes cabalgatas, ni la abundancia de basuras en la calle en una ciudad llena hasta los topes, ni los ruidos ocasionados por bafles fijos y otros ambulantes, que inundan de basura auditiva nuestros pobres oídos. Todos estos son casos digamos que coyunturales.

Como todo en la vida, siempre ha habido críos de toda condición: buenos, malos y regulares

Hoy disponemos de otro dudoso hábito, propio de nuestra época, que ha venido para quedarse: el hablar por el móvil a voz en grito a cualquier hora y en cualquier lugar. Ya escribí en otra ocasión de quienes van por la calle tan pendientes del aparato que tienes que apartarte si no quieres ser arrollado. Esto es propio de gente joven, pero son los mayores quienes protagonizan otros usos del móvil de pésima educación. Cines y teatros son marco idóneo para constatarlo. En los teatros se advierte con insistencia, antes de empezar las representaciones, que los apaguen o pongan en silencio. Sin embargo, no hay función en la que no se oiga la musiquilla de marras. En el cine está mal, pero en los teatros es terrible, ya que los actores están allí, de cuerpo presente. Hace dos semanas, en el Romea, en pleno clímax de la obra, una señora recibió una estruendosa llamada. No crean que fue rápida a silenciarlo (un despiste lo tiene cualquiera), no. Con parsimonia abrió el bolso (un minuto), buscó el artefacto (otro minuto), se puso las gafas para ver quién la llamaba (nuevo minuto) y menos mal que en vez de contestar, debió de poner un mensaje diciendo «estoy en el teatro; ya te llamaré».

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Otro señor, hace apenas dos días, estaba en una exposición que enseñaba una profesional, ante una veintena de curiosos. Su móvil empezó a bramar en medio de una explicación. ¿Qué hizo? Separarse rápidamente, pero por supuesto contestar en vez de detener el chisme, y pedir disculpas. Añadiré otro ejemplo en escenario menos cultural. Un día de esta semana volvía en el AVE desde Madrid. Antes incluso de que el tren se pusiera en marcha, una señora, detrás de mí, explicó con pelos y señales no sé qué caso de intendencia de un hospital, especificando turnos y dando nombres de personas de baja... Por Cuenca seguía con la matraca. Yo le lancé dos miradas atravesadas que de nada sirvieron. Ni esta señora, ni la del teatro, ni el señor de la exposición, saben que el móvil los delata como mal educados. Y en todos estos casos, como queda dicho, no son jovencitos tatuados; son personas que ya no cumplirán los cincuenta.

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