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La verdad es que no entiendo este mundo. Este mundo de ahora, a punto de cumplir un cuarto de siglo. Todas las esperanzas que tenía en que el XXI nos traería paz y bienestar se están diluyendo. Ni siquiera mi optimismo nato está abierto a ... la esperanza. La sociedad camina hacia el convencimiento de que las políticas que se aplican son malas, cuando no el mantra de que todos los políticos son iguales; iguales de malos. Como dice Dolina, «para un analfabeto todos los libros son iguales». No hay respeto, al contrario: no importa que vayamos a peor si soy yo el que gana. Da lo mismo decir mentiras si éstas mantienen o dan el poder. Ponemos enseguida etiquetas de buenos y malos con absoluta ignorancia. Mantenemos, por ejemplo, que los rusos son los malos y los ucranianos los buenos porque sí, sin querer saber si hubo razones o no las hubo que medio justifiquen aquella invasión de hace mil días. Nos asombramos del apoyo militar y social que Estados Unidos presta a Israel, que sigue machacando hospitales y refugios gazatíes sin que nadie ose toserles. No nos interesa lo más mínimo lo que pasa en Sudán, Libia, Etiopía o en tantos países de África porque ya ni si quiera se informa de las calamidades que sufren esos negros ignorantes. Ni nos preguntamos por qué huyen de sus lamentables realidades: sus razones justifican más que de sobra que se jueguen la vida huyendo de sus hogares hacia donde crean que existe un mundo mejor. Cuántas veces oímos estos días que por qué no se queda en su casa esa desalmada negritud. Penoso. Este mundo es una porquería, que cantaba Discépolo, uno de los autores y letristas más importantes del siglo XX. Su tango 'Cambalache' dice (una melodía de los años treinta, de hace casi un siglo): «Resulta que es lo mismo ser derecho que traidor. Ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. Todo es igual, nada es mejor. Lo mismo un burro que un gran profesor. Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón...». Y sigue. Y sigue. Y eso que no conoció a Trump.
A propósito de Trump, asombra lo rápido que ponemos etiquetas a todo. Desde luego que nada más lejos de mi intención defenderlo o siquiera decir una palabra a su favor. Pero no me cabe en la cabeza que sea tan malo, tan canalla, tan golfo... ¡y se haya llevado las elecciones de calle! ¡Ganó por goleada! Como Hitler en 1933. Vamos a ver, ¿son tontos todos los americanos que lo han votado? ¿Todos? ¿Por qué intentamos, en Europa, homologar a los republicanos con la derecha y a los demócratas con la izquierda? No tiene nada que ver. O poco que ver. Allí es otra cosa. ¿Por qué no hablamos, en vez de machacar al enemigo, de la evidente pérdida de valores de la socialdemocracia, incapaz de dar respuesta a la sociedad actual? Duele decirlo, pero al menos eso me lleva a pensar de otra manera sobre las elecciones americanas, nuestra situación política y Valencia. En ese barbecho en el que nos encontramos, ¿cómo no van a triunfar las teorías paranoicas de los que afirmaban que había miles de muertos en los garajes, que los inmigrantes roban y matan sin parar, y hasta que la Tierra es plana como la palma de la mano? Esa pérdida de identidad de la socialdemocracia que decía antes lleva al ascenso de la extrema derecha que con nacionalismos de camisa azul y bulos se presentan como salvadores de la patria. Añadamos a eso la incultura pertinaz que nos domina. Una mayoría que no lee, que no estudia, que prefiere informarse por el móvil y no por la prensa, ni siquiera por la televisión; que no va al cine o al teatro, y sí a los macroespectáculos pensando que así cubren la cuota de consumo de la cultura. Pobre sociedad.
Por todo lo cual no me duele decir que tengo miedo. No ya por mí, o por mi generación, que hemos hecho lo que teníamos (o podíamos) hacer; ni tampoco por nuestros hijos, mejor o peor habituados a estos avatares de la sociedad. Lo que me preocupa es la siguiente generación, la de los nietos, la de los que asisten a las aulas de colegios e institutos, ignorantes de la que se les viene encima. Nuestra sociedad se ha acomodado, y resucitado, al cambalache del yo te doy, tú me das... metido hasta las cejas en la mentira.
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