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Le pido que me enumere cuántas cucharas tiene. Que me diga cuántos tenedores, cuchillos y cucharillas de café. Cuántos vasos. Cuántos platos. Cuántas sartenes, cazos y ollas. Él los cuenta y lo escribe en un folio con letra mayúscula, que es la manera en la ... que escribimos las cosas importantes. CUCHARAS, tres. Dos TENEDORES, tres CUCHILLOS y tres CUCHARILLAS. Seis VASOS. Seis PLATOS. Tres SARTENES, dos CAZOS y una OLLA. Añade, por su cuenta, una FUENTE, tres CUENCOS y un EXPRIMIDOR. Le pregunto por este último objeto de la lista. Me explica que lo compró el primer día para poder hacerse un zumo.
Imagino su mano huesuda acariciando la naranja. Imagino el corte con uno de los tres CUCHILLOS que atesora. Su mano empujando la naranja, presionándola con fuerza. Imagino el zumo cayendo, y a él mirando el zumo caer. Imagino el ruido de la CAFETERA, el estruendo de la TOSTADORA lanzando al aire las rebanadas de pan. El olor a café impregnando la estancia. Lo imagino sentado en el SOFÁ desayunando, mirando a su alrededor, aún incrédulo, pellizcándose la fina piel para confirmar que no es un sueño. Para asegurarse de que el zumo recién exprimido es real, que el café recién hecho es real, que las tostadas son reales. Como el sofá, como la luz lechosa que entra por la ventana de la casa. SU CASA.
Lo imagino duchándose. Abrir el GRIFO y cerrar los ojos mientras el agua caliente cae sobre su cuerpo, como por arte de magia. Lo imagino cepillándose los dientes, afeitándose frente al ESPEJO. Observando fijamente al tipo que tiene frente a él. Un tipo con el que guarda un gran parecido, pero que en realidad es otro. Distinto. Lo imagino haciendo la cama. SU CAMA. Sacudiendo la ALMOHADA, pasando la palma de la mano sobre los pliegues de la COLCHA.
Me cita en el portal, SU PORTAL. Es un edificio de líneas modernas que contrasta con un barrio ajado y venido a menos. Lejos de la gloria de antaño. Quiere que subamos juntos. Quiere enseñarme el ASCENSOR. Mostrarme el RELLANO. Nunca pensé que un rellano pudiera tener el más mínimo valor, pero esos escasos metros son para él, la antesala de un universo. Su universo.
Me pregunta si le he traído el LIBRO que me ha pedido y se lo entrego. Stoner, de John Williams. Me gusta prestar libros. Me gusta elegirlos pensando en aquellos que, durante un par de semanas, sentirán algo similar a lo que sentí yo al leerlos. Le pregunto cómo fue la primera noche, como fue acostarse en una cama. Le pregunto, también, qué fue lo primero que cocinó en la cocina. SU COCINA.
A él no le sorprenden mis preguntas, ya me conoce. Y yo necesito saber, aproximarme, si quiera, a experimentar todas esas maravillosas sensaciones que las personas ordinarias hemos convertido en rutinarias y carentes de valor. Pero él no es una persona ordinaria. Para él todo vuelve a ser nuevo y extraordinario: el GRIFO, el VÁTER, el AGUA CALIENTE, subir la PERSIANA, bajarla. Encender la LÁMPARA y leer a John Williams en la cama. Un milagro, en cada pequeña cosa.
El pasado 19 diciembre publiqué en este periódico una serie de historias sobre usuarios de Jesús Abandonado. Tenían por título 'Sombras' y G. era el protagonista de la segunda entrega. Son muchas las personas que me escribieron para decirme que aquel intento por alumbrar lo que nos resulta sombrío les había emocionado. Pero hubo una persona que me llamó impactada por esa segunda historia. Era abogada, como él, y quería conocer, entender, hacer lo posible por ayudar a un colega desconocido, un ser humano, como ELLA.
Organicé un café para que se conocieran, como una cita a ciegas, pero con los ojos y el corazón muy abiertos. Ella se interesó por su vida, sin juzgar, pero con la determinación de hacer todo lo posible por sacarle del infierno en el que se había convertido su existencia. ÉL, al principio, se mostró distante e incrédulo, evitando hacerse ilusiones, negándose a creer en la posibilidad remota de que existan los ángeles. Una mañana ella compartió con otros muchos su deseo de ayudar, de tejer una red que amortiguara con sumo cuidado un cuerpo hecho añicos. Los OTROS respondieron rápidamente a la llamada del ángel, y entendieron lo que significa ser parte de un GREMIO, y al mismo tiempo, sentirse parte de un TODO.
Pienso en ello mientras G. me enseña la casa, su casa. Un sueño hecho realidad por la generosidad de personas anónimas, abogados y abogadas, como él, como ella, como ELLOS. Decido escribir sobre esto, y me viene a la cabeza el POEMA que Cristina Morano me regaló para llenar aquella pared desnuda de mi primera casa.
«Déjame que te diga cuál fue mi última casa. Me lavé la cabeza para despejarme porque había llorado, pero seguí llorando y me cubrí el pelo y la cara con una toalla. Entonces alguien me abrazó en silencio y esperó al silencio. Mi cabeza cubierta por la toalla blanca como un sudario recliné en su hombro.
Esa fue mi última casa».
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