La primavera viene como un suspiro tibio después del largo letargo del invierno, con sus días desapacibles de viento y agua, de frío, nubosos y ... soleados; y la esperamos con ansias, con el cuerpo deseoso de sol y la piel lista para sentir la caricia del viento renovado y más caliente.

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El aire se llena de aromas frescos: jazmines que despiertan, azahares que estallan, rosas que se abren, margaritas que se extienden en un afán de poner una nota de color en el territorio. Es el perfume de la tierra mojada que se abre a la nueva vida. Los árboles, desnudos por meses, visten brotes verdes y suaves, y los pétalos de las primeras flores tiemblan con la brisa dulce de la estación.

Los pájaros regresan con sus cantos, trinan historias de viajes y, de regreso, hacen sus nidos, celebran la luz que se alarga y las madrugadas más cálidas. El cielo se vuelve más azul, más alto, más infinito. Todo en la naturaleza se estira y se despereza, como si el mundo entero bostezara y despertara de un sueño profundo.

Los cuerpos también florecen. Se desprenden de abrigos pesados y sienten el sol sobre la piel. Caminamos más despacio, respiramos más hondo, nos dejamos envolver por la vibración de la estación. Es tiempo de renacer, de abrirnos como los campos en flor, de recibir la primavera con los brazos y el corazón abiertos.

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Porque la primavera no solo llega afuera, también florece dentro de nosotros. Las plantas, aun en la sequía, llevan en su savia el mandato inquebrantable de crecer, de florecer, de cumplir con el ciclo que la naturaleza les impone. No pueden detenerse ni rendirse. Aunque la tierra se agriete y el agua escasee, aunque el sol queme sin tregua, ellas estiran sus raíces con desesperación, buscando en lo profundo la última gota de humedad, una esperanza líquida que les permita seguir.

Las hojas se cierran sobre sí mismas para no perder más de lo necesario. Algunas cambian su verde vibrante por un tono más pálido, casi gris, en un intento de resistir el ardor del día. Otras, valientes, retuercen sus tallos, se endurecen, se vuelven espinas para no sucumbir. Pero aun en la sed, en la angustia del suelo seco, la floración es un deber.

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Porque la flor no es un capricho, es el legado. Es la única forma de asegurar que la vida continúe más allá de la fatiga del presente. Así, las plantas exprimen su última energía para abrir sus pétalos, para atraer al polinizador que completará su destino. Y cuando la lluvia se hace esperar, cuando la sed es insoportable, algunas sueltan sus semillas al viento antes de tiempo, como un último intento de que, si ellas no logran sobrevivir, al menos algo de su esencia germine cuando la tierra vuelva a ser generosa.

En la sequía, las plantas no se rinden. Se aferran al mandato de la vida con una fuerza silenciosa y feroz, desafiando la aridez con cada brote, con cada flor, con cada semilla que lanzan al futuro.

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