Godoy quiso ser rey. ¿Qué quiere ser Pedro de mayor? No me negarán ustedes que España es un país curioso y divertido donde el ingenio y la fantasía desborda todos los rincones, aunque catalanes y vascos siempre están cabreados por su empeño en parecer diferentes ... sin serlo. Una España que parió a Velázquez, a Goya, a Cervantes y a Picasso, por poner solo unos ejemplos, es un país iluminado por la riqueza social, el carácter y la identidad. Este, seguramente, será el resumen de nuestra historia, aunque no tengamos memoria, hecha de aventuras, conquistas y mestizaje, cachondeo e imaginación, peligro y miedo, reyes y dictadores. País más diverso no creo que haya.
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De esta forma se explica el espectáculo extraordinario de estas semanas, de una originalidad que trasciende a la categoría de arte, sea cual sea el significado de esta palabra. Del arte teatral, del teatro del absurdo y del astracán en el que lo importante no es la verdad sino la trama chistosa y el retruécano, que son deformaciones cómicas del lenguaje.
Hemos estado pendientes de la interpretación magistral de una obra en dos actos y alguno más que queda, en la que el protagonista, el príncipe, revela, abatido y atosigado, su enamoramiento de una mujer que es perseguida y asediada por un quítame allá esas pajas. El príncipe, retirado de su acción de gobierno, exige una pausa reflexiva en la que repasa su pasado reciente al que los avatares de la política le han llevado. La responsabilidad de sus actos y la bondad con que la ha ejercido le hacen insoportable entender el abandono y la incomprensión que su misión evangélica y salvadora despierta en sus conciudadanos, y por eso duda de que su misión merezca la pena. La tristeza del llanto y la aflicción le convierten en un nuevo hombre, que una vez deconstruida su masculinidad, se abrirá a nuevas reflexiones, experiencias y prácticas. Un nuevo hombre moderno, un político sensible y piadoso. Un líder espiritual. Un hombre de fe en los destinos de su pueblo. Un hombre amoroso y familiar.
Nota de un espectador: no sabemos si el amor es correspondido porque el sujeto de su amor no aparece en la obra, solo es mencionada. La protagonista femenina es una imagen, una foto de prensa o la firma en un papel. Sí sabemos que es independiente y decidida.
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Nota de un crítico: del libreto se desprende un deje heteropatriarcal. El objeto del deseo parece ser una mujer frágil y vulnerable que necesita protección, pues no es capaz de defenderse por sí misma, aunque no haya tenido conducta reprochable alguna y mantenga su honor intacto. Nuestro enamorado la ampara y resguarda de la hostilidad ajena. Tutela, orientación y auxilio, no sabemos que ha sido de aquello de «no soy la mujer de nadie».
A partir de aquí la obra toma un derrotero exculpatorio cediendo la responsabilidad de los acontecimientos a las sombras satánicas de la reacción. El mal contra la bondad. La mentira contra la realidad. El bulo enfrentado a la verdad. Y aquí es donde el retruécano adquiere su máxima hilaridad: poder vivir o vivir del poder o quien no vive para servir, no sirve para vivir o ¿cómo creeremos que sientes lo que dices, oyendo cuan bien dices lo que no sientes?
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Cae el telón dando fin al primer acto. En ese momento la clá aplaude a rabiar, se abrazan, se besan, vociferan: «Quédate, quédate». Salen a la calle, se retuercen, ríen, lloran, aman, odian, discursean. Vuelven a entrar gritando, haciendo palmas, saltando. Parecen poseídos.
El segundo acto comienza con el príncipe volviendo de palacio. Solo ante una cámara, no hay preguntas. El protagonista se desdobla en dos. Uno se dirige a los suyos: los buenos, los cándidos, los enamorados, los que esperan la palabra del señor con el corazón encogido, los que esperan la respuesta a sus plegarias. Aquellos que engrandecen la democracia porque la democracia, los limpios de espíritu, para ellos hay pasión, ternura, sentimiento y decisión. El otro se dirige a los pecadores, a los simples de espíritu, a los aturdidos, a los impíos. A aquellos que predican el mal y el enfrentamiento y se refocilan en el fango. Para ellos los infiernos. El príncipe se desencaja y teme, se aturulla porque sabe que la justicia es de los hombres y el castigo de los dioses.
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Y la intriga termina, todos con el alma en un puño, con el anuncio (tatachán): «Me quedo. Porque he oído el clamor del pueblo» (debe ser de un pueblo pequeño de la España vaciada). ¡Qué alivio! El pueblo grita de alegría, todos menos los que están en el infierno, los ultras, los que desconocen el valor de la democracia y el imperio de la ley. Luego, ante otra Cámara amiga, no hay respuestas, pero sí advertencias (¿amenazas?) porque hay que defender la democracia de los nuestros y salvarla del fango.
La obra termina con el príncipe en su trono, entre el regocijo de los fieles y el asombro de los infieles. Pero no sabemos muy bien qué es lo que empieza. De la comedia al drama tan solo hay unos cuantos decretos ley.
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