Pues sí. Soy pesimista. Soy pesimista en una España perdida de sí misma, corrupta y enredada. Soy pesimista en una Europa decadente, corrupta y débil. Y soy pesimista del bloque de poder al que decimos pertenecer, lo que llaman Occidente, encabezado por un imperio americano ... y su brazo tonto británico, en su ocaso, corrupto, amoral y pirata. Creo que la libertad está en peligro. Y no sé si un cambio de gobierno en España nos librará de la maliciosa propaganda, de la incompetencia, de la mentira y del laberinto ideológico en el que nos han encerrado o, por el contrario, no supondrá más que continuismo, con otras caras, en la degeneración política y social. En el momento en que desaparece la responsabilidad, la eficacia en la gestión pública y la decencia en la administración de los recursos lo único que nos queda es la resignación o la protesta.
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Pero vivimos en una burbuja prefabricada y construida a lo largo de los años con una base principal: el bienestar, propagado por la deuda. Bienestar y deuda son dos elementos imprescindibles para el control social e individual de la mayoría, que adormece e impide la contestación, acrecienta las desigualdades y favorece la pobreza y la precariedad de una minoría en alza. Liados con las derechas y las izquierdas, las filosofías baratas y los discursos vacíos y lacrimógenos, nos hemos dejado en el camino la solidaridad, parte principal de la democracia. Y digo solidaridad, no reparto al tuntún y a los colegas.
Mientras la económica esté en manos de plutócratas que dominan los resortes internacionales de poder –incluidos los medios de comunicación, las redes sociales, la ONU, las ONG o los mercados financieros–, que se reparten y acumulan la riqueza, nos echan las migajas y promocionan la pobreza, no dejaremos de ser cautivos en un mundo supuestamente libre. Porque nos distraen de sus verdaderos intereses con su ingeniería social en la que, cuanto mayor es el despropósito, más parecen disfrutar de nuestra estupidez. Así nos llevan de crisis en crisis (policrisis o permacrisis empiezan a llamarle), muchas veces provocadas, donde siempre perdemos los mismos vía inflación, depreciación de los ahorros, subida de tipos de interés y precio de la energía. Y de guerra en guerra, siempre provocadas, donde mueren los hijos de otros. Todo para multiplicar su riqueza y su poder. Y, claro, lo hacen por nuestro bien, por vivir en un mundo más seguro, más inclusivo y resiliente, en defensa de nuestros valores democráticos y de un universo feliz, verde y perdurable.
Convierten sus proyectos y objetivos en ideología y fanatismo, en laica religión, en la fe del carbonero. Mientras ellos destruyen a nosotros nos culpabilizan. Nos convencen de las bondades de sus propósitos inundándonos de demagogia y propaganda, de populismo y progresismo, de emergencias y apocalipsis, para modificar radicalmente nuestros hábitos sociales, familiares y personales en una batalla cultural e identitaria que aspira a controlar al ser humano a través de su 'gobierno mundial'. Se esconden detrás de lo políticamente correcto o la cultura de la cancelación para imponer la censura, acabar con el pensamiento crítico y adiestrar en el relativismo moral.
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Leyes y propuestas programadas en las que invierten ingentes cantidades de tiempo, dinero y recursos humanos y políticos que tienen siempre un objetivo velado que nunca es el de defender a las minorías, sino utilizarlas en su beneficio envolviéndolas en derechos irrenunciables. Para ello utilizan cualquier movimiento justo como la transexualidad, la homosexualidad, el feminismo, la discapacidad o las enfermedades mentales para establecer las bases ideales para desarrollar sus presupuestos, con nombres atrayentes como 'woke' (despertar) o 'queer' (extraño). La transexualidad es un paso primero importante porque supone una modificación radical de la naturaleza humana, que es adonde van, mediante la adaptación física y legal de un sentimiento emocional que incluye la castración o la amputación y que abre la puerta al cambio biológico que justificaría, sin discusión, su idea de redefinir la naturaleza, a lo que de momento la ciencia, la medicina y la bioética se oponen, pero que acabará sucumbiendo por la fuerza de la divulgación y la difusión del bien general que creará para la humanidad. Promover la singularidad permitirá, según este nihilismo abstruso, que cada uno se modifique a su gusto hasta llegar al sujeto híbrido, mezcla de tecnología y biología, mediante la genética y la eugenesia. El fin último, arrasadas las barreras éticas, es 'mejorar' la especie humana, alargar la vida incluso evitando la muerte y crear una nueva existencia postbiológica. Transhumanismo que ya la ONU califica como 'globaltrans'. Vamos, que las élites, apoyadas por una progresía ambigua y bien financiada, no quieren morirse –los muy cabrones–, quieren ser dioses, y nos están organizando un pitote pseudo filosófico-teológico que a saber dónde nos lleva. A nada bueno, seguro.
España y Europa deberían ir pensando en escapar de todas estas trampas degenerativas antes de que sea demasiado tarde y preocuparse de las desigualdades, de la pobreza y de la precariedad de los ciudadanos en un mundo justo y equitativo.
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