Hay gente con cara de pobre como hay gente con cara de rico, y ninguna de las dos cosas tiene nada que ver con su estatus económico. Yo por ejemplo tengo una cara de rico tremenda. En cuanto me ducho una vez a la semana, ... normalmente los viernes, y llevo unos pantalones claros que no estén color ala de mosca en la zona de meter las manos en los bolsillos, la gente cree ver cómo se me caen los billetes como las hojas a los árboles otoñales (la memoria visual de los humanos es la más débil, la más mentirosa de todas). Tener una acreditada cara de altura monetaria, un perfil nobiliario –o, en el peor de los casos, de rico arruinado pero refinado, a lo Drácula–, me ha proporcionado, evidentemente, el acceso en las grandes capitales a lugares exclusivos donde no se admiten concejales, y a veces ni siquiera consejeros de gobiernos autonómicos (qué digo, hay multimillonarios de la lista de los cien más ricos a los que paran en la puerta como antes se paraba por llevar calcetines blancos 'escayolos', porque estropean el ambiente, se intuye en definitiva que no hacen pie fuera de una cuadra y que mastican el gin tonic con la boca abierta).
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Tuvo cierta relevancia aquel suceso que motivó escándalo, hace unos años, de un consejero de la Comunidad madrileña, gobernando allí por entonces por extraño que parezca y por suerte brevemente el PSOE, al que privaron del acceso a un night club llamado 'Fortuny', que conozco bien (ambiente: borjamaris y pajaritas, como decía don Santiago Bernabéu, semiprofesionales). Dijeron que no lo dejaban entrar porque estropeaba el ambiente, ya que según su carné tenía cuarenta y pocos años. Yo aún podría entrar al 'Fortuny', lugar ya decadente, o a donde sea, a un paso que estoy de la ancianidad, y nadie me pediría el DNI. Y no por un aspecto joven que ya perdí no por los años sino por los disgustos, sino porque tengo la cara que tengo que tener, aunque no me la pueda permitir. Pero también tener cara de rico, y de los que se lavan de vez en cuando además, acarrea disgustos tremebundos. No hace falta dar detalles, pero en la vida se me han acercado no pocos amores desinteresados que se desvanecieron en el acto (desvanecerse las dos cosas, el amor y el desinterés) en cuanto vieron lo que realmente había. No había.
Hay ricos a los que en los sitios de medio qué intentan hacer pasar por la puerta del servicio y luego estoy yo, a quien se me abren las aguas a mi paso, si voy con pantalones lavados, al menos, en ese mismo mes. Pero eso hace que te confundan con uno de esos fachendas –no confundir con fachas– que solo hablan de relojes, negocios, coches, tías y jornadas en yates con pajaritas semiprofesionales (ah, me hubiese gustado conocer a don Santiago Bernabéu, al que no dejaron entrar en el campo de fútbol de La Condomina porque, a pesar del puro, no lo reconocieron y parecía un pobre). Esa confusión hace que se acerque gente que lo que espera es precisamente que hables de esas cosas. Luego se llevan el susto, cuando, ya que no entiendes de yates, lo que te pide el cuerpo es especular, yo qué sé, sobre el espeluznante agnosticismo que se advierte bajo la desesperada fe católica de Pascal.
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