Elon Musk sale de compras y propone hacerse con Twitter por 43.000 millones de dólares, algo incomprensible para una red social que ocupa el ... número 15 por número de seguidores. La cifra es apabullante, tanto que supera el producto interior bruto de la mitad de los países del mundo. Resulta difícil adivinar cómo hacer rentable una red social de dimensiones tan estrechas, tan polarizada y, por suerte para todos, tan desconectada de la realidad.
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Pero la dimensión económica no ha sido la más importante. El centro del debate se ha desplazado a lo que el propietario de Tesla pretende hacer con Twitter, porque Musk 'ha amenazado' con que la nueva red no limitará la libertad de expresión de sus usuarios. Y que el único límite sería la Ley. No tardó en explotar la constelación de 'haters' y apocalípticos criticando que una red social fuera a eliminar las trabas a la libre expresión de sus usuarios. Diría el artista un día llamado Prince que esta reacción no es más que «el signo de los tiempos». Los tiempos de la cancelación.
El escritor Soto Ivars define la cultura de la cancelación como una marea de intolerancia que arrasa redes, universidades, empresas, política y hasta vida personal, dictaminando cuál es el modo correcto de decir, de hacer y de ser. Todos aquellos que no asuman cada uno de sus mandamientos, serán condenados al señalamiento público, al linchamiento y el boicot. Una de las consecuencias de esta gigantesca ola de censura es que cada vez más gente desiste del debate público o incluso silencia sus propias opiniones porque percibe que no son mayoritarias y decide ocultarlas. Una reedición de aquello que Noelle Newman bautizó como la 'espiral del silencio'.
Cancelar define cada vez más nuestra sociedad, empeñada en encontrar oportunidades para castigar un comportamiento, condenar una opinión o reprender a alguien. El movimiento Woke, sus juicios (y condenas) paralelos, tiene una importante responsabilidad en ello. Cuestionar una red social por prometer mayor libertad a sus usuarios es ir contra la línea de flotación del más elemental sentido común. Es algo así como reclamar la existencia de censura para proteger a unos ciudadanos 'ignorantes e indefensos'. Ya sabemos adónde nos conduce eso. Decía hace poco el músico Nacho Cano, otro de los cancelados: «En los 80 decíamos lo que nos daba la gana (...) lo que estamos viviendo ahora no tiene nada que ver con eso, es otra cosa». Una sociedad basada en la prohibición, que prefiere hacer callar a convencer, es una sociedad en retroceso.
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Vivimos en una cultura cada vez más infantil, que practica una intolerancia abrasadora sobre cualquier aspecto que no encaje en el relato de lo 'correcto'. Puede ser la letra de Chanel en Eurovisión, la publicidad estática de Burguer King o la presunción de inocencia de Jonny Depp. Una intolerancia, además, expansiva, porque comienza siendo de ideas, continúa por las personas y acaba llegando a los grupos sociales. Es la negación de lo ajeno en función de donde proceda, sea ese lugar un espacio geográfico, político, sexual o social. Es un control que busca alcanzar todos los rincones de la vida en sociedad: lo íntimo, lo familiar, lo identitario, lo literario, lo musical, lo académico y hasta la gramática. Decían los firmantes de un reciente manifiesto en defensa de la libertad de expresión, entre los que estaba Noam Chomsky, que sufrimos «una reducción constante de los límites de lo que se puede decir sin sufrir la amenaza de represalias».
Hay que añadir que, en muchas ocasiones, el único interés de esta poscensura es tratar de marcar distancias respecto a alguien o respecto a algo. No se basa en la noble pretensión de confrontar opiniones tras un acercamiento honesto a la verdad. Solo importa imponer un relato y negar cualquier otro. Por eso, no es de extrañar que hayamos sustituido la filosofía por los hashtag, la religión por la pancarta y el 'sé' por el 'creo'. Hemos cambiado los historiadores por políticos, los académicos por 'influencers' y las novelas por 'reels'. Comienza a ser irrelevante haber estudiado un asunto al detalle, tener más formación, más experiencia o mayor conocimiento directo de algo. Cualquiera puede opinar lo contrario y su opinión tendrá el mismo valor en una discusión, en un debate, en una votación o en una clase. El mismo valor para prohibir.
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Reflexionaba hace poco Julia Otero: «Tú no opinas como yo, por tanto, te odio, te detesto, te combato y, si puedo, te destruyo (...) ¿Por qué ese ansia por destruir al que piensa distinto?». Mientras entre todos respondemos a esta pregunta, también Julia Otero, seguiremos haciéndonos más pequeños como sociedad, presumiendo de un renacido puritanismo casi medieval y practicando todo tipo de prohibición a lo ajeno. A todos nos alcanzará esta ola de censura y anulación, si no lo ha hecho ya.
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