Durante los últimos años, cada Navidad nos depara la presencia de grupos juveniles, situados en distintos emplazamientos estratégicos de la ciudad. Entregados con armónica y contundente sonoridad a entonar, con acompañamiento instrumental y panderetas, un recurrente sonsonete de villancicos conocidos y repetidos. Una tradición asentada ... en nuestras calles y plazas en auge año tras año. Tan melódico cantar aporta contenido en el contexto alegre y peculiar de estas fechas. De forma que estas exhibiciones sonoras suponen un perceptible salto cualitativo, desbordando sus habituales reductos, centrados de modo tradicional en las reuniones familiares y de amigos, o en las cuadrillas, alrededor de la magnífica iconografía de los belenes murcianos, dispersos por el entramado urbano. Quizás tan pública y sonora manifestación contribuya a que no se pierda en el olvido esa indisoluble seña de identidad de nuestro acervo colectivo.
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Semejante repertorio de cánticos y estribillos tiene la virtud de levantar el espíritu, como aditamento a la serie de elementos decorativos del conglomerado festivo navideño. Dan la pretensión indisimulada de incitar el resorte de los sentidos corporales por medio de emisiones de todo tipo provenientes del ambiente. Profusión de luces de colores, desfiles y conciertos sin descanso, junto a la variedad visual de apetecibles comidas, sus olores y el sabor de alimentos tradicionales. Sin desechar el sentido del tacto, percepción prohibida los últimos años, cuando apretones de mano, abrazos y besos animan relaciones personales en este espíritu jovial. Razones psicológicas constatadas consideran que semejantes percepciones físicas despiertan de su letargo –sin importar el tiempo transcurrido– recuerdos archivados en la mente. Imágenes, impresiones o estados de ánimo se rememoran en la permanente interacción con el entorno de esa suerte de antenas receptoras, vista, olfato, tacto, gusto, oído. Impulsos y, en una misteriosa alquimia de difícil comprensión, un sustrato de reacciones bioquímicas, materia inerte, se troca en emociones. Euforia, alegría, tristeza, abatimiento, dolor o melancolía.
Es la esencia de la música despertar emociones. Desde los albores de la humanidad, las diferentes culturas atesoran un compendio de vestigios sonoros. Sucede al igual que con los villancicos cuando se oye el toque de las campanas. Sentir su repique despierta sensaciones conservadas durante generaciones. Entre la nostalgia y el olvido, su resonancia forma parte de nuestro valioso bagaje cultural. Tenidas a lo largo de la cultura occidental como instrumentos de comunicación, han contribuido a la cohesión social en sus variados tañidos. Su doblar es un compendio de utilidades, ancladas hoy a duras penas en pequeñas poblaciones, reductos en los que persisten sus toques, ahogada su voz, confundidas y silenciadas por el bullicio urbano. Relegada su primitiva función a aspectos testimoniales, cuando tradiciones, ritos y creencias van desapareciendo de modo irremisible. Asociada a su misión de convocar a cultos litúrgicos, gozan de la capacidad de conmover el ánimo. Sus sones repiquetean rotundos durante ceremonias, solemnidades, cortejos procesionales y cultos festivos. Sonoridad por fuerza atenuada al doblar por los difuntos. O con revuelo agitado, en tiempos pasados, tocando a rebato, para alertar a la población en caso de peligro por desastres naturales.
Seña de identidad diferencial en la amplia variedad de tañidos y repiques, determinada por la diferente técnica de movimiento, como por la composición de sus componentes, argolla, vaso y badajo. Razones que han resuelto que una ocupación ancestral, artesana –en el límite de desaparecer, aventada por los vientos implacables de la técnica– como el volteo manual, acaba de ser incluida por la Unesco en la prestigiosa lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Gracias a una propuesta de los campaneros de la localidad valenciana de Albaida, el Museo Internacional del Toque Manual de Campanas y la Asociación Hispania Nostra.
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En esta reconocida, por las instancias culturales mundiales, peculiar forma de girar las campanas, es incluso posible –eso sí, para oídos avezados según los expertos– notar variaciones, según el tipo, al modificar su sonoridad la diferente cadencia, ya sea manual o eléctrica. Es de agradecer tan singular afición de un puñado de irreductibles devotos, campaneros de ocasión, entregados a la causa manual ejercitada de manera altruista. Poblada nuestra geografía de un rico patrimonio ancestral de campanas de variada condición, cobijadas en torres y espadañas de templos, catedrales, abadías, ermitas, monasterios, conventos y edificios civiles. Como las que atesora nuestra Comunidad en la torre de la Catedral de Murcia, la iglesia del Salvador de Caravaca, San Patricio en Lorca, Santiago de Totana o Santa María de Gracia en Cartagena. Es esta una comunidad sonora superviviente, reconocible en la desazón cotidiana de ruidos molestos y a deshoras. Acariciar los oídos con la belleza sonora de villancicos y repiques de campanas nos sumerge en añoranzas. Índice de cultura, civilidad y conciencia colectiva.
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