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Las modas son una más de las muchas normas sociales del nivel de influencia que nuestro entorno, los demás, ejercen sobre nosotros. Su esencia es el cambio, las modas no están hechas para durar, deben ser efímeras, de lo contrario se convierten en costumbre, en lo habitual, aquello que acabamos adquiriendo por repetición, como lavarse los dientes o dar los buenos días.
Hay hechos aislados, capaces de sacar lo mejor de nosotros, de volver a poner de moda la empatía y la solidaridad, esa capacidad intrínseca al ser humano, que solo mostramos de forma generalizada y colectiva en momentos concretos. Yo he tenido la suerte de vivir varios de ellos: el asesinato de Miguel Ángel Blanco, el 'No a la guerra', el 11-M. Hoy, el hecho que origina esa transformación extraordinaria es una pandemia, un virus, como si la sociedad hubiera encontrado en esa fraternidad el anticuerpo capaz de combatir al bicho que pretende inocularnos.
El virus pasará, dejando a su paso sufrimiento y esperanza a partes iguales, también un sinfín de anécdotas, de buenas ideas e inspiradoras reflexiones, de 'hashtags' y memes que se han hecho y se harán más virales que el propio virus. Momentos y gestos intensamente humanos que nos han emocionado y que lo seguirán haciendo durante los próximos días. Hasta que todo esto acabe.
Pienso en la importancia de que lo que hoy vivimos no quede en el olvido, que el anticuerpo que hemos generado entre todos no esté vinculado a un hecho y un momento concretos. Que no sea una moda.
El mundo está repleto de virus malignos, guerras, injusticias, violencia, pandemias y hambrunas, que matan a millones de personas cada año. La inmensa mayoría de estos virus no trascienden, no viajan de móvil en móvil, no logran sacarnos a nuestros balcones. Quizá porque no nos afectan directamente, o porque –de forma errónea– nos han convencido de que no tiene que ver con nosotros sino con ellos, los otros.
Hoy sufrimos por nuestros ancianos, el colectivo de mayor riesgo al contagio, pero hasta ayer no prestábamos atención al hecho de que casi un millón de personas mayores de 85 años viven solas en una permanente cuarentena que los sume en una profunda tristeza. Convocados por las redes, salimos a los balcones para aplaudir a nuestros profesionales de la sanidad pública y agradecer su heroica y entregada labor, pero ninguno de nosotros salió a la calle a defenderlos cuando eran una marea blanca que se manifestaba en defensa de la sanidad pública, nuestra sanidad, y en contra de unos recortes millonarios que mermaban su capacidad de acción, nuestra salud. Anuncia la vicepresidenta medidas que garanticen que durante el estado de alarma, las personas sin hogar tengan garantizado el acceso a alimentos y a la salud, como si antes de estas crisis no hubiera que garantizarlo, como si las 40.000 personas que viven en la calle en nuestro país no fueran una vergonzosa señal de alarma de una desigualdad social que mata lentamente.
Ojalá, de todo esto quede el aprendizaje de que somos nosotros, los seres humanos, con nuestro comportamiento y nuestra responsabilidad, la única vacuna eficaz contra los males que azotan el mundo, nuestro mundo. Que la empatía, que hoy está de moda, se convierta en la más habitual de las costumbres. Ese día, créanme, habremos derrotado al peor y más mortífero de los virus: la indiferencia.
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