Todo el mundo ponía la mano y por ese motivo todo podía comprarse. Todo se acabó. Eso es lo más duro. Hoy todo es distinto, no hay aliciente. Tengo que esperar como todo el mundo. Ni siquiera me mandan comida decente. Nada más llegar pedí ... spaghetti marinara y me enviaron macarrones con ketchup. Soy un don nadie. Y tengo que vivir el resto de mi vida como un gilipollas».

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Eso decía Ray Liotta en el monólogo final de la pelicula de Scorsese 'Goodfellas', good fellows, buenos chicos, aquí titulada 'Uno de los nuestros'. De los mejores finales no ya del cine, sino de todos los finales de cualquier cosa. De los que se memorizan instantáneamente para siempre, como el «me olvidarán, me olvidarán muy pronto» de aquella novela de Houellebecq. Empieza el final de 'Goodfellas' con Liotta, como su personaje de gángster 'arrepentido' Henry Hill bajándose del estrado de los acusados sin tropezarse con los muebles y mirando a cámara, moviendo sutil el cuerpo como no lo hubiese empatado ni Fred Astaire. Y acaba con Liotta, tras un 'travelling' lateral, sonriendo en la puerta de un anónimo chalet de un pulcro extrarradio americano. Entonces empieza el 'My way' del punk Sid Vicious y en ese momento hay un plano del mafioso más mafioso de todos los mafiosos posibles del cine, Joe Pesci, marcando el ritmo de la batería con una ristra de disparos. ¿Qué más se puede añadir a nada? Esta semana se le ha acabado a Ray Liotta, un poco prematuramente, el tener que vivir el resto de su vida como un gilipollas.

Que más o menos es lo que hizo en la vida real después de la película de Scorsese, con películas entre muy buenas, pasables y a medio asear. Una vida decentemente ganada, pero a quién diablos le interesa una vida decentemente ganada si eres un artista. Una existencia cinematográfica menor ha tenido después Liotta, como proporcionada por el FBI, pidiendo spaghetti marinara por repartidor a domicilio y recibiendo en cambio macarrones pasados con ketchup. También hay que entender qué pasa cuando llegas a lo más alto: el pasadón espitadísimo que es la película de Scorsese ha llevado una resaca que ha durado desde 1991 hasta esta misma semana. A veces los paraísos artificiales crean paraísos reales. Si el opio y el vino blanco nos dieron la poesía de Baudelaire, y no a pesar de ellos, la película de mafia en la que el difunto actor Raymond Allen Liotta no mata a nadie pero se mete de todo nos regala una de esas cosas sobrenaturales en el arte, en las que vemos la intervención del dedo de Dios, untado por cierto de una especie de polvillo blanco.

Ya no van quedando buenos chicos que no podían recordar si las manchas en el traje de lana fría y seda eran por haber cenado un chuletón muy poco hecho sin un mínimo cuidado o por algún trabajito poco escrupuloso de madrugada. Ahora todos los buenos sitúan su aliciente a llegar a la agenda 2030 y se quieren prometer con Greta Thunberg.

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