De un tiempo a esta parte, el Reino Unido ha acaparado titulares en los tabloides y noticiarios de todo el mundo. Las razones de tal ... protagonismo son diversas: el famoso 'Brexit' y sus secesionistas consecuencias, el rosario de escándalos que han afectado a la familia real, la muerte de la reina Isabel II, la inflación galopante que encarece a diestro y siniestro o la crisis política originada por las sucesivas dimisiones de primeros ministros. Estos acontecimientos, debidamente sazonados por editoriales de uno y otro signo, hubieran llevado a cualquier país al borde del abismo. Es más, a la vista de las circunstancias, sería lógico pensar que el sistema político anglosajón –en su más amplia concepción– empieza a hacer agua y carece de la solidez que antaño lo caracterizó. Pero nada más lejos de la realidad: los sucesos acaecidos, más que socavar los cimientos de la estructura institucional de las islas británicas, evidencian que los mismos están hundidos en la mentalidad inglesa como un ancla en el fondo del mar.

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El referéndum que determinó su salida de la Unión Europea –con todas las derivadas perjudiciales para ambas partes– fue y sigue siendo una mala noticia para el viejo continente, que pierde así a uno de los principales aliados para el futuro del proyecto común. Como cabía esperar, la decisión adoptada ha colmado de incertidumbres tanto el funcionamiento interno del Reino Unido como sus relaciones internacionales. Ahora bien, siendo así –no en vano son cinco los jefes de gobierno que han pernoctado en el número diez de Downing Street desde 2016–, lo cierto es que las vacilaciones e inquietudes –y la consiguiente inestabilidad política– han venido a demostrar la buena salud de la que goza el parlamentarismo anglosajón. Me explico: el hecho de que las dimisiones de Johnson y Truss hayan sido a iniciativa de diputados que no forman parte del Gobierno pone de manifiesto la trascendencia del parlamentario individualmente considerado, trascendencia que aleja el sistema –mejorándolo desde el punto de vista democrático– de otros en los que la disciplina de voto y el culto al líder imposibilitan estas acciones. Además, la velocidad de reacción, la premura con que afrontan y solventan las reiteradas crisis de gobierno, demuestra la robustez del régimen político existente y la fe ciega que todos los representantes públicos tienen depositada en él. ¿Hubiera ocurrido lo mismo en otras naciones de su entorno? Francamente, creo que no.

Y es que, salvando el precedente ateniense, podemos considerarlos pioneros en la utilización de la democracia como modelo de convivencia, apostándolo todo, desde hace centurias, al sueño de la libertad y la igualdad.

Siempre hallarán remedio en el sacrosanto respeto a las instituciones que les ha permitido ser lo que son

Por otra parte, las vicisitudes que han 'oscurecido' los últimos años del reinado de Isabel II, así como la muerte de esta tras siete décadas administrando Buckingham, han venido a constatar el profundo respeto que el país profesa a sus instituciones y a quienes las encarnan. Las tradiciones en torno a los símbolos, los protocolos y ceremoniales, no solo revelan un apego a las formas; también la admiración hacia una historia que, como todas, está preñada de éxitos y fracasos. Como si de una heroína se tratase, la reina se embarcó con Caronte elogiada por sus súbditos, entre unánimes alabanzas y viviendo para siempre en la inmortalidad de los elegidos. Más allá de sus seguros descuidos, sin perjuicio de decisiones pretéritas más o menos cuestionables, se ha ido respetada como el nexo de unión entre el pasado y el presente del imperio, como la personalidad que garantiza la continuidad dinástica y la pervivencia de una manera de ser y entender la vida. ¿Habría sucedido otro tanto en los demás países occidentales? Sinceramente, creo que no.

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Por todo ello, podemos concluir que pese a los dolencias y achaques padecidos, el sistema político inglés y su armazón institucional disponen de los anticuerpos necesarios para un perfecto restablecimiento. Los tiempos no son los mejores, y nuevas afecciones pueden amenazar el vigor de una de las principales potencias del mundo, pero siempre encontrarán remedio en el sacrosanto respeto a las instituciones que les ha permitido ser lo que son.

Con absoluta franqueza, tenemos la inmensa fortuna de haber nacido en la mejor tierra que han conocido las crónicas. Nos honramos en todo lo español porque no hacerlo nos haría indignos de pertenecer al país de nuestros padres, ese que alumbró las mayores gestas que ha contemplado el mundo contemporáneo.

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Hemos sido, y debemos seguir siendo, actores principales en el desarrollo económico, cultural y moral de Occidente. España es y será una gran nación, pero últimamente, quienes enarbolamos orgullosos su bandera haríamos bien en mirar a nuestros vecinos del norte. Su acatamiento de las reglas del juego, su serena contemplación de la historia y su fidelidad a las instituciones como herramientas esenciales para afrontar el futuro son actitudes a imitar. Hagámoslo. Lo impone la coherencia, lo exige el sentido de la responsabilidad y lo demanda el porvenir de los hijos de nuestra generación.

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