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Había estado viendo aquella botella abierta de vino manzanilla en el mueble-bar espejado de mi madre durante toda mi infancia. Siendo aún adolescente, hacia 1985, me atreví a probarlo, a pesar de haber leído que el manzanilla ni viaja ni dura, cuando la etiqueta ... hacía mucho que era sepia. Por alguna extraña razón, tenía un sabor excelente, añejado pero con sus facultades intactas: la terminé. Nunca dije nada, pero sabía que nadie bebía ese tipo de vino en casa. El otro día pregunté por aquella botella a mi madre. No solo los recuerdos son siempre caóticos, también la llegada del pensamiento. Me dijo que mi abuelo, don Antonio Muñoz Alemán, del que tengo vagos recuerdos en los que me habla ya que lleva casi cincuenta años enterrado y muchos más en que era casi un vegetal, no bebía a diario más alcohol que un catavinos o dos de vino manzanilla. De modo que la botella abierta que terminé al cabo de mi adolescencia era la última de la que había bebido mi abuelo cuando yo era un niño de unos cuatro años, tal vez el mismo día en que todo empezó a acabarse para él.
Ese ha sido el auténtico vínculo, trazando una gran elipse temporal, que he mantenido con él después de muerto, y así será hasta que yo mismo falte. Me sentí como aquellos que aseguran haber encontrado selladas cráteras romanas en el fondo del mar que contenían vino resinado y que éste aún sabía como si hubiese transcurrido apenas un rato. De mi abuelo casi solo me acuerdo de él enfadado intentando, en los felices 60, darme las gachas de cereal en una casa encalada junto al mar que olía penetrantemente a lentisco, al árbol de la pimienta rosa, a adelfas, en la primera tarde y de madrugada. Luego, siempre he preferido apartar de mis labios la memoria de esa pátina húmeda que le cubría el rostro en el otoño de 1974 mientras su cuerpo expuesto en el ataúd se inclinaba a 45 grados del piso («dale un beso, anda, despídete de él»). Pero acabo de saber que aquella vieja botella negra olvidada entre espejos es un cable de acero anudado entre abuelo y nieto que evita que él caiga definitivamente en el valle de los olvidados; que esté demasiado muerto. Haber bebido, dando un gran salto temporal, de su última botella de vino es algo –¿parece una tontería, verdad? Dios mío, dame esas tonterías– que va a tener un significado decisivo en lo que me reste. Sangre de su sangre. Bebed y tomad todos de él... Pero solo pude hacerlo yo, bien que sin saberlo. En casa, andando los decenios, quedó de él también un admirable borsalino de seda gris, como los de Sinatra, un par de corbatas, su reloj Vacheron Constantin, la billetera con sus iniciales –lo único que pude conservar antes de que mi madre hiciese una de sus reprochables demoliciones del pasado– de piel de serpiente que contenía, escondido, un sello de los 25 años de paz de Franco. Qué poco queda de las personas. Ni las cenizas, que aunque gentes de dudoso gusto las pongan en el saloncito desaparecen durante alguna mudanza...
Pero sí queda, dentro de mí, el olor y sabor de aquel vino, que entonces no sabía era el de un tiempo y una gente desaparecidas para siempre, y contra eso ni mi madre puede.
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