El mundo se divide en dos clases de personas incompatibles: aquellas que tiran todas las fotos de sus ex y aquellas que conservan todas las fotos de sus ex. Varios gruesos tratados de psicología separan para siempre ambas clases de gente. Sin embargo, las categorías ... de personas se vuelven brumosas cuando se trata de saber quién tira aquellas pertenencias de los ex que se quedaron en casa (y que los ex nunca demandaron) y quién no las tira.

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Pertenezco a la mitad del mundo, que no es una mitad sino una inmensa minoría, que jamás ha borrado una foto de ninguna ex. Hayamos terminado con ellas como hayamos terminado, por supuesto siempre a tiros (en unos casos solo a primera sangre, en otros mortales de necesidad). Las conservo todas no por respeto a las ex, sino por respeto al tiempo, ilusiones y dinero que invertí en algo que no sirvió para nada. Siento una debilidad por las cosas que no sirven para nada, sobre todo –ya sería el colmo– si hubiesen resultado algo más baratas. Como diría el inmenso Raphael, «a veces oigo sin querer algún murmullo» de que hay mucha gente que tira todas las fotos de los ex la misma noche de cortar. Una pataleta absurda. Ya no se 'ajuntan', no ya con los ex, sino consigo mismos, porque ellos fueron parte indisoluble de todo aquello. De vez en cuando los murmullos vienen de mi teléfono inteligente, que tiene la costumbre de sorprenderme fabricando lo que llama 'recuerdos', con fotos y vídeos de gente que no he solicitado recordar. Me entristece encontrarme de pronto eso en mi teléfono, pero no por nostalgia, sino por la constatación de la existencia de un tramo de vida malgastada de la que normalmente no aprendí nada realmente valioso. Y entonces siempre me acuerdo de lo que decía mi inolvidable Georgie Best: «Gasté mi dinero en coches, alcohol y mujeres; el resto lo malgasté». Dijo mujeres, pero no habló de las ex: en eso malgastamos, Georgie, el dinero, pero sobre todo el alma.

Muchas cosas de exnovias han quedado en mis sucesivas casas. En ocasiones el cajón con su ropa, o la habitación, me han estado mirando llenos e impávidos durante largos años. No nos hemos atrevido ni a toser cerca. Un día, sin saber por qué, lo metemos todo en una bolsa para la basura, incluyendo joyas, y jamás nos arrepentimos. Otras veces nos hemos deshecho rápido de todo ese material, pero nos quedamos con un pequeño objeto sin valor. Tuve mirándome todas las noches, desde mi mesita, un oso de azúcar con un corazón rojo que alguna cosa sagrada simbolizaba para mí. Le dediqué incluso algún artículo de prensa romántico y desesperado. No sé la razón de que una mañana le cortara la cabeza al osito con las tijeras del pescado y no lo haya vuelto a recordar, excepto al escribir esta línea. Al final son las mudanzas, escasamente sentimentales, las que pierden y nos pierden. Dos mudanzas equivalen a un incendio. Ha habido bastantes en mi vida. Ya solo me restan las fotos, que guardo como un lobo a sus crías, que no tiro nunca para saber que hubo un tiempo en que existió alguien con mi mismo nombre. Del que no queda, que yo sepa, nada más.

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