La transformación del paisaje natural propiciada por la acción implacable del hombre ha sido descomunal. En un avance sin visos de finalizar, se ha degradado de forma irremisible gran parte del entorno, si no siempre idílico, o de postal, sí al menos con identidad propia, ... considerado reflejo de un sentir colectivo. Sobrecogidos por los devastadores incendios veraniegos, las tormentas catastróficas, guindas al irreversible alicatado de las costas plagadas de construcciones, con la masificación deteriorando el medio ambiente. La lista es inabarcable. Por fortuna, vivimos tiempos en los que, por infinitas razones, existe una mayor conciencia proteccionista medioambiental. En este aspecto, contemplar retazos que reviven estampas de recuerdos pasados despierta tristeza. Sucede al ver los magníficos reportajes sobre árboles monumentales de Miguel Ángel Ruiz en estas páginas. Culminados en el que dedica a la singular –preservada por el momento de plagas y maquinarias– olmeda de Maripinar. Es una sucesión de decenas de árboles centenarios, alineados a los lados de una carretera ciezana, que componen una maravillosa estampa, reminiscencia de tiempos mejores. Una perspectiva esta que era habitual antaño, cuando la mayoría de caminos y carreteras gozaban de enhiestos ejemplares de árboles majestuosos, en particular en los accesos a pueblos y ciudades, creando un prodigioso –para los ojos actuales– sendero de sombra y bienestar.
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Pero esta imagen añeja de tarjeta postal casi ha desaparecido. La finalidad aducida en su momento fue aportar seguridad de los conductores. Sustituida por un cambio a peor, cuando quizás, al amparo de una legislación permisiva, tales arboledas han sido reemplazadas por una desmesurada cantidad de vallas y carteles publicitarios. Es tal la aglomeración de cartelería que no es posible visualizar alguno en concreto, si es que se conduce un automóvil, por razones obvias. Es ilusorio no solo fijar la mirada, sino prestar atención a lo que se nos anuncia, en ese amontonamiento abigarrado de cuarenta o cincuenta anuncios, informando acerca de talleres, cafeterías, restaurantes, alojamientos, tintorerías, pastelerías, tiendas de mascotas, tapices, tornillos, grifos o tostaderos de pipas. (Procede añadir cuanto la imaginación disponga.) De un solo vistazo no es posible acomodar el ojo al mensaje propuesto. Y menos teniendo que estar atentos a la conducción. Como también resulta imposible que el linier vea al mismo tiempo el momento en que el jugador golpea el balón, más la posición del teórico receptor, situado en otra parte demasiado distante. Hablamos de la recurrente polémica del 'fuera de juego', ahora matizada por la ayuda electrónica.
Es de suponer que los responsables de la publicidad habrán comprobado en estudios de mercado su rentabilidad. Menos mal que una legislación, supongo que europea, hizo en su momento que grandes trayectos de carreteras se libraran del enjambre de anuncios que poblaban montes y colinas. Muchos reclamos se colocaban al lado del toro de Osborne, preservado aprovechando su valor simbólico. Para obviarlo se ideó instalar postes de gran altura, que interfieren la visión a distancia de los otrora espacios diáfanos. Visto el resultado, la añoranza se tiñe de desconsuelo por haberse talado arboles entrañables, con su base pintada de blanco, dibujando un camino atractivo y placentero.
La contemplación de cualquier paisaje depara gratas emociones. Sosiega y calma el espíritu, ya sea admirar zonas de verdor exuberante, macizos montañosos, suaves y onduladas colinas, mares y océanos. O simplemente extensiones campestres, en un escenario de quietud y silencio. Con el deseado y reconfortante rumor de los cursos de agua o el vaivén sin descanso de las olas en la playa. Indescriptible resulta la visión de la salida y la puesta del sol sobre el mar o sobre riscos montañosos. Del mismo modo que nos asombran las grandes extensiones desérticas, los mares o los páramos pedregosos de dimensiones infinitas. Sobre todo, a nosotros, acostumbrados a resecos parajes, heridos por ramblas ásperas, yermas, áridas, pobladas de matorrales, sembradas con extensos pedregales y espartales sin fin. Espacios tachonados de esmirriados ejemplares de algarrobos o almendros, con alguna que otra altiva palmera. Ese espíritu reseco aviva la mirada interior en la que nos criamos y nos reconocemos. Con un siempre sentido lamento por las entrañables paleras, desaparecidas sin remisión, en su mayoría por plagas atroces. Pesa sobre esta naturaleza desnuda en todo su esplendor –con unas imágenes un tanto idílicas de estirpe horaciana– la permanente amenaza de 'modificaciones' irreparables por la actividad humana.
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Las consideraciones estéticas sobre los paisajes naturales, tachonados en el horizonte por bosques, montañas o siluetas monumentales, se pierde sin remisión. Las herramientas avanzan implacables hasta hollar espacios vírgenes que desearíamos que estuvieran preservados para siempre. Conservar la naturaleza es salvaguardar el paisaje y nuestra identidad.
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