Hace bastantes años escribí un artículo sobre una foto que se hizo viral, como se dice ahora, tras aparecer en la portada de casi todos los periódicos. Fue cuando la detención de una persona hasta poco antes celebrada como el gran mago de las finanzas, ... como el gran salvador, como el milagro de la nueva España aznarista. Hombre, si somos sinceros, milagros y apaños para las finanzas sí que hizo, el problema fue que al parecer el milagro sólo había tenido efecto –presuntamente– en su propio bolsillo.
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Imagino que ustedes, mis inteligentes lectores, hace rato que saben de quién hablo: exacto, de Rodrigo Rato, ahora con mayúsculas y sin cursiva, por algo fue el autor del 'milagro' español, el gran multiplicador de peces y panes, que a su lado no fue nada aquel señor que vivió y murió hace dos mil años. Y la foto a la que me refiero es aquella en la que tras su detención, un policía lo agarraba del cogote y lo 'obligaba' a agachar la cabeza para introducirlo en el coche policial. Naturalmente, el policía no quiso humillarlo, al contrario, fue cortés con ese gesto para evitar que el famoso político se diera de bruces contra el techo del automóvil.
Pero, claro, en alguien tan arrogante como Rato, esa imagen parecía humillante, o al menos a él se lo parecería cuando al día siguiente viese la foto publicada. Y la foto viene a mis mientes ahora que Rato se ha reactualizado con la apertura de uno de sus numerosos juicios. Pero el tiempo, la cárcel y los banquillos no han limado su arrogancia, su soberbia, su sentido de la superioridad y de la propiedad.
No entiende nada, aún muy fatigado ante los jueces –juezas en este caso– montó su número con desdén y desprecio a quienes le enjuiciaban. Dejó claro el respeto que les tenía. Ninguno. No entiende qué hace siendo interrogado cuando el dinero y el poder le pertenecen. No quiero pensar que su desprecio aumentaba porque delante tenía a una mujer, a una jueza. Mujer y joven. Demasiado para su orgullo incorregible. Fue –presumiblemente– saliendo trompicado de todas sus atalayas de poder. Se ve que sus valedores y jaleadores, a lo bajini, se iban dando cuenta –presumiblemente– de que sus milagros tenían truco, como en la mesa de juego de un vulgar trilero. Pero a él no hay quien le haga agachar la cabeza. Presuntamente.
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