Dos ancianos están sentados en sendos sillones individuales Chesterfield fabricados en Yecla. Están en un rincón en el Salón de Confesiones del CEXGE (Club de ex presidentes del Gobierno de España). Están el uno junto al otro degustando un Highland en vasos Sirmione con su ... nombre grabado. Su base de latón mitiga el sonido al depositarlo en la mesita de cristal, permitiéndoles dibujar con las manos bucles en el aire que enfatizan lo que dicen. Uno es madrileño y el otro orensano. Pedro tiene setenta años y Alberto ochenta y uno. Ambos arrastran remordimientos y tienen pesadillas por el desastre que liaron juntos en el año 2023. Acostumbrados a la superficialidad del poder –que contempla los problemas de la gente con la lejanía que un general observa las operaciones letales para soldados concretos–, todavía no entienden, diecinueve años después, cómo no pararon a tiempo lo que todo el mundo, menos su entorno y ellos, veía llegar al galope.
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En aquel año de 2023 llevaron al límite las emociones de los electores –consiguieron un 85% de participación–. La campaña había durado medio año, pues desde enero de 2023 empezaron a atacarse, no ya con dureza, sino con trolas tan gordas que aún se estudian en las universidades. Que si Pedro era un traidor que había vendido España a Marruecos por sus intereses particulares en los negocios con el rey Mohamed; que si tenía un plan secreto para dividir España en nueve estados federados; que si tenía relaciones turbias con un ministro –con fotos 'fake' de un combate encima de su mesa en La Moncloa en el que un tratado listo para firmar quedó inservible–. A Alberto no le faltaron imputaciones. Que si había dirigido secretamente un cartel de la droga gallega, que si estaba al habla con cuarteles díscolos por si fracasaba en las elecciones, que si Abascal era primo suyo. En el debate apenas se dirigieron miradas si no era para desearse juicios penales por las más disparatadas cuestiones.
Alberto dramatizó la supuesta ruptura de Pedro con la constitución rompiendo un ejemplar en el plató mientras gritaba «¡traidor a la patria!», y Pedro le contestó con un «¡golpista!» que restalló en los veinte millones de televisores que estaban encendidos simultáneamente. Un debate este que fue seguido como un mundial de fútbol, pues se escuchaban en las calles gritos insultando al adversario a cada entrada con el pie más arriba del tobillo. Y llegó el día fijado para votar.
Cuando se empezaron a saber los resultados empezaron las algaradas. Alberto había ganado las elecciones, pero solamente Pedro tenía apoyos para gobernar por un escaño. El día de la proclamación de Pedro en el Congreso ya hubo enfrentamientos entre civiles. La Policía no podía contener la indignación de los seguidores de Alberto que al grito de «¡nos han robado las elecciones!» recorrían como locos las calles de las ciudades y, en Madrid, asaltaron el Congreso vestidos de nazarenos. Al amanecer, ya había tanquetas por las calles. El general Anselmo Bonaparte se presentó en el Congreso y no esperó a ninguna «autoridad competente». Detuvo a Pedro e hizo nombrar a Alberto presidente a punta de Beretta. Pedro fue sometido a un consejo de guerra en el Círculo de Bellas Artes y fusilado contra un lateral de la Puerta de Alcalá mientras gritaba demenciado: «¡amnistía!»...
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Alberto se despertó bruscamente con ese dolor de cuello que proporciona lo que en Murcia se llama la «siesta del borrego» cuando se duerme en un sillón –ya se había quejado de que los aperitivos del club eran demasiado copiosos–. Pedro seguía allí explicándole su versión de lo que había ocurrido en 2023 sin advertir que Alberto se había dormido: «... y entonces tú te cogiste tal cabreo que distes instrucciones para repetir la 'operación Tamayo' y conseguiste que dos diputados de Bildu –«¡quién te lo iba a decir, Albertito!»–, te votaran a cambio de que bailaras un aurresku en el Congreso. Así evitaste mi disparatado acuerdo con Pico del Monte, pero la izquierda ardió en llamas.
Alberto, aún adormilado, tiró el whiski sobresaltado por el grito que Felipe, sin dientes, masculló desde el fondo señalando a Pedro: «¡socialista de caca!». Mientras lo recogían dijo: «nunca pensé que el oficio de candidato a presidente fuera tan duro. Creo, Pedrito, que fuiste un presidente muy competente en tiempos muy complicados, pero mi deber era combatirte a toda costa». Sintiendo autocompasión debido a sus propias palabras siguió: «¡Pedrito, júrame que, a pesar de todo, deseabas pactar conmigo!». Pedrito, deshecho en lágrimas, abrazó a su amigo y compañero en la desgracia de ser presidentes y balbuceó exhibiendo su inglés: «'I love you', Albertito».
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