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Los nuevos argumentos con que los guionistas de nuestra actualidad han estrenado septiembre apuntan a desatar los lazos que restan entre las opciones políticas moderadas. Se alejan los acuerdos que llamamos solemnemente «de Estado» y parecen imponerse las estrategias que aumentan la tensión y buscan ... el descrédito de los oponentes. Probablemente la puesta al día de la política española respecto de otros países relevantes con problemas de emergencia de extremismos comenzó con la campaña regalada a Pablo Iglesias en ciertos medios. Así fue promocionado como líder, luego fallido, de la justa indignación que provocó la creación y colapso de la burbuja inmobiliaria copiada a los maestros de la estafa legal en Estados Unidos. Ahí se produjo el fraccionamiento de las cómodas mayorías relativas de los socialistas. La derecha imitó el error y un tal Rivera abrió en canal a los conservadores que se desangraron por su izquierda y por su derecha hasta llegar a menos de cien diputados. Rivera cayó por vanidad, pero quedó la extrema derecha complicándole la vida a los conservadores. A ellos y a todo el país, claro.
La consecuencia mayor es que los partidos hegemónicos, influidos sin duda por los discursos radicales, no encuentran el camino del consenso. Se impone la antipatía mutua. Una especie de repugnancia sí. Quizás esa sea la palabra que mejor describiría el sentimiento que impide que los votos del sesenta y cinco por ciento de la población queden neutralizados por un treinta y cinco en el que pululan con intereses perturbadores independentistas irredentos, comunistas despistados y fascistas esperanzados. Una repugnancia que parece innata, constitutiva del ser de las personas. De qué modo entender, si no, que los que tienen una concepción social de la vida y los que la tienen individualista se repartan los votos, sea cual sea la posición económica del votante. Una división por mitades que se reproduce en la historia de las democracias hasta el punto de hacer necesario para la gobernanza mecanismos correctores como la ley D'hondt o los sistemas mayoritarios anglosajones, dado que la barrera de la repugnancia impide trasvases significativos de votos entre bloques. Así encontraría explicación que a un libertario le resulte insoportable la mentalidad colectivista y a un socialista el egoísmo del que proclama el derecho a empobrecer a los demás para enriquecerse. O, con todo su peligro disolvente, ciertas rigideces persistentes en el funcionamiento esperable de las instituciones judiciales.
Tal parece que una mitad se erige en defensora de la mutualización de la desgracia e igualadora de oportunidades en los servicios públicos y como defensora del derecho a la felicidad posible para todos y, la otra mitad, lo hace como defensora de la individualidad radical que cree en la competencia feroz para la consecución de los escasos puestos de privilegio y defensoras de la tradicionalidad de las costumbres indicadas por las religiones. Dos posiciones contrarias que, sin embargo, sin los radicalismos mutuos han conseguido en los años de democracia un estado social, unos derechos a la gestión personal de costumbres que a nadie dañan y, al tiempo, una economía pujante que extrae de la ambición individual lo mejor de cada emprendedor de aventuras económicas, además de una moderación en las costumbres cuando determinado entusiasmo libertino se aproxima a lo insano. Es decir, un rumbo esperanzador gracias a la moderación que legitima a las dos posiciones a pesar de las insalvables diferencias en la concepción vital.
Por eso, cuando las versiones intransigentes se imponen es la hora de que los sensatos de cada orilla, aun sin poder evitar la repugnancia, tiendan puentes sobre la sima. Les va la vida política en ello, pues es un juego de suma cero: cuando los extremos suben es a costa de las opciones moderadas «del mismo bloque».
A nadie se le escapa que la simetría de las actitudes en este artículo es más formalista que pragmática, pues son los radicales de derechas los que más daño pueden hacer en este momento usando insensatamente uno de esos acontecimientos con los que la historia se ríe de los humanos: la inmigración.
Piénsese que la II Guerra Mundial empieza porque Alemania necesitaba «espacio vital», pues no tenía colonias y se le quedaba pequeño el traje territorial. Pero la tercera guerra podría hacerlo justamente por lo opuesto: porque millones de personas de los mundos colonizados antaño buscan igualmente su espacio vital. La labor 'civilizatoria' de los colonizadores resultó tan deficiente que no dejaron países autónomos, laicos y democráticos por el mundo, sino infiernos generadores de migraciones que hoy molestan y alimentan a la peor versión del individualismo egoísta: el neofascismo disfrazado de sentido común que atrae a jóvenes despistados que pudiendo desarrollarse políticamente como conservadores moderados son, desgraciadamente, seducidos por la intransigencia.
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