Cuento de Navidad
Le llegó una notificación al móvil: «El antisanchismo está más fuerte que nunca». Sonrió atónito
La Navidad todavía le parecía una época amable, digna de ser amada, en la que las relaciones humanas tenían un sabor especial. Le gustaban las ... luces en la Gran Vía. Siempre había hecho postales para amigos con fotos tomadas desde la plaza de la Fuensanta. También con fotos tomadas desde el interior de esos conos tan prácticos que iluminaban las plazas con formas geométricas; al fin y al cabo, los abetos de verdad llenaban el suelo de agujas y no brillaban tanto con el color que el algoritmo activaba al azar.
Llegaba la Navidad y no tenía preparado el árbol. Su nieto se lo iba a reprochar. Se sentó a pensar: qué altura debía tener; cuántos elementos brillantes, cuántos leds y con qué diseño. Ya lo tenía claro. Miró al cielo y vio una luz brillante por Oriente. Conforme a la moda del momento, lo haría metálico. Aprovecharía tuberías y láminas de titanio para hacer el más bonito abeto del segundo año de la 'era Musk'. Los ledes proporcionarían una luz que se reflejaría en las láminas e iluminaría toda la habitación.
La televisión, entre campanitas e interrupciones, mandaba señales del mundo. Navidades en los campos de Gaza Sur, allí donde habían sido empujados por el derecho a la defensa de sus vecinos. Los bombardeos eran bonitos, aunque se echaban de menos las trazas de las defensas antiaéreas. No había. Eso hacía más fácil aplastar las zonas urbanas. Los asentamientos ya llegaban a Jan Yunis y, además, estos gazatíes hablan mucho y hacen poco. Mueren fácil. Nunca se entendió por qué Oriente les parecía a los occidentales más cruel, cuando los únicos holocaustos los practicaron ellos con eficacia innegable tanto en casa ajena como en casa propia.
Aún se recordaba la desaparición de Kiev. Kiev había desaparecido con la bendición del patriarca Cirilo. Moscú humeaba con la bendición del patriarca Epifanio. Todos los libaneses tenían seguro de vida, pero no queda nadie para cobrarlo. Los rohyngia callan, la sangre de los tutsi no se ha secado.
Le llegó una notificación al móvil: «El antisanchismo está más fuerte que nunca». Sonrió atónito. Era de la guerrilla digital irreductible que se había atrincherado en el ático de Génova. Se daban ánimos unos a otros. Ferraz estaba bajo las aguas del Manzanares. Londres se había trasladado hacia Oxford empujado por las mareas del Támesis. El último tornado sobre Berlín se llevó la filarmónica y el aire sonó con el último acorde del 'Réquiem' de Verdi. Venecia es un recuerdo de los venecianos que piden por las calles de Milán. Las torres de Buckingham servían de islotes para los bañistas en el nuevo verano inglés. La Manga había recuperado su pureza bajo el agua. El Mar Menor era ya una bahía más del Mediterráneo. Unos pensaban que el planeta había colapsado y los otros que todavía se podía quemar el petróleo residual.
La estrella brillaba de forma soberbia allá por Oriente. Era la estación Musk en honor de su primer propietario. Imaginó que en ella sus conmilitones celebrarían la Navidad mirando hacia el planeta gris. Trump hacía ochenta años que había muerto al leer un libro por error. Sus descendientes habían quemado todas las bibliotecas, incluida la del Congreso de los Estados Unidos.
Este hombre había cambiado el mundo. De hecho, lo había transformado químicamente en un carbón inmenso. Musk, que había conseguido ser inmortal, murió cuando su cridada colombiana le clavó un cuchillo de cocina mientras le gritaba «¡cochino!». La estación era autónoma con la energía solar. En ella, entre risas y copas debatían si emprender o no viaje a Marte con la nave que estaban construyendo en la Estación Luna 2.
Se sentó en una roca y miró a través de la niebla el cielo estrellado. Cien mil de ellas eran pequeñas estaciones en órbita en la mayor urbanización estelar nunca conocida. Allí estaban los de siempre. Se alejó de la cueva y se volvió hacia ella. La montaña parecía estar asombrada con su boca abierta. Esa que le servía a él de hogar. Su hijo y su nieto vinieron hacia él. Le acompañaron al pequeño cementerio con su familia bajo una tierra que todavía refulgía de noche por la radiación residual de plutonio. Se quitó la mascarilla y aspiró el aroma de ella en su pañuelo. Era el último recuerdo. Todo se había quemado, incluso aquella reproducción del grito de Münch. El paisaje lo hubiera firmado Kiefer. Notó la mano de su nieto y pensó: «Hay esperanza». Había esperanza, se repetía obstinado. Volvió a la cueva y se puso a escribir el nuevo libro que estaba seguro de que atravesaría los siglos. Empezaba así: «En el principio destruyó el hombre el cielo y la tierra».
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