Hace unos días, en un artículo de opinión, se podía leer que Pablo Iglesias le dijo al presidente Sánchez que estar en el Gobierno no ... era estar en el poder. No es relevante si la idea es apócrifa o no. La frase entronca, perfectamente, con la teoría política de la que se ha nutrido el fundador de Podemos. Para el marxismo más ortodoxo, el poder lo tiene en exclusiva un grupo: la burguesía. El Estado es exclusivamente un instrumento de coerción al servicio de esa clase y el Gobierno es sólo una de las partes del Estado que se dedica a gestionar el orden en sus diferentes dimensiones. Ambas instancias, Estado y Gobierno, son sólo instrumentos de la clase burguesa y, por tanto, no tienen poder. Por eso estar en el Gobierno no es estar en el poder. El poder, entonces y ahora, está en manos de los propietarios del capital.

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Es esta una de las cuestiones más debatidas, incluso entre los propios autores marxistas. Es difícil no considerar que, como mínimo, sigue siendo una cuestión relevante cuando se observa que las decisiones que toman las grandes empresas impactan más en la vida de los individuos que muchas de las instrumentadas por los gobiernos. En un gran número de ocasiones, los gobiernos lo único que hacen es no molestar a las empresas con el fin de que estas no se trasladen a otros lugares más complacientes. Numerosos estudios de distinto signo ideológico han demostrado este hecho. Algunas corrientes políticas han intentado gobernar la globalización, si bien se han quedado más en propuestas que en realidades eficaces. Muchos de estos análisis han evidenciado que los Estados no son meros ejecutores de la voluntad de la burguesía. Pero los gobiernos sí son excesivamente dependientes de los éxitos económicos para lograr ganar las elecciones. Y eso, dicen los estudios, es lo que los hace tan complacientes con las empresas. Pero eso no significa que no tengan poder, aunque a veces este se manifieste de forma más intensa en todas las demás áreas.

Estos días hemos visto al Gobierno nacional proporcionar, en menos de una semana, la nacionalidad española a Ilia Topuria, recordemos, el boxeador. También estamos asistiendo al final, por ahora, de la aprobación de la ley de amnistía en el Congreso. Además, están los significativos cambios en la política exterior, tales como la posibilidad de reconocer el Estado palestino o la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara. Todos son pequeños ejemplos donde claramente se ve el poder del Gobierno. Es incuestionable que el Estado, en todos sus niveles territoriales y en las instituciones nacionales, tiene poder propio. Aunque también lo es que, fuera del aparato estatal, muchas instancias, a las que quizás no podamos ponerles cara ni nombre, tienen también un enorme poder. Y es claro que todos se llevarán bien si sus objetivos no son muy diferentes.

Fuera del aparato estatal, muchas instancias, a las que quizás no podamos ponerles cara ni nombre, tienen un enorme poder

Pero hay otra cuestión relevante, ¿para qué quiere el Gobierno, en todos sus niveles, el poder que tiene? En teoría para ser eficaz en la solución de los problemas de la sociedad. ¿En la práctica?

El Ayuntamiento de Murcia para olvidarse de las pedanías, comprar muchas flores y volvernos locos con los villancicos de Navidad. La Comunidad Autónoma para ignorar sus promesas electorales y estar considerando apoyar la propuesta sobre el Mar Menor de esa organización que se llama partido y que realmente es el brazo ejecutor de los intereses de los grandes empresarios agrícolas de la Región. El Gobierno nacional para olvidarse de las promesas que hizo el presidente Sánchez en la campaña, y en su investidura, y centrarse en aprobar una ley de amnistía a mayor gloria de Junts y su líder. Y por si todo esto fuera poco, usan la parcela de poder para enriquecerse, ahora, con la corrupción de la venta de las mascarillas, antes, con el Palau, la edificación de la sede del PP, con la construcción de auditorios y similares, y suma y sigue. Quizás, como decía Iglesias, los gobiernos no tienen poder, pero el poco que tienen lo usan, no siempre afortunadamente, para llenar su propio bolsillo o satisfacer sus personales anhelos de poder.

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