Quizás la única forma de sobrevivir a la cotidianidad sea hacer como que olvidamos que la fragilidad es el calificativo que mejor nos define como ... especie. Pero en el ámbito de la reflexión no es algo que se olvide. Uno de los últimos premios nacionales de ensayo, el de Joan Carles Mèlich, versa, precisamente, sobre esta idea. 'La fragilidad del mundo' se llama su libro. Ante la hostilidad prevaleciente que nos rodea, y nuestro propio desamparo, parece necesario detenernos y repensarnos en nuestra relación con el mundo.

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Uno de los textos más icónicos de Marta Nussbaum, premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 2012, reflexiona también sobre la fragilidad, en este caso la del bien. Analizando las tragedias griegas, Nussbaum destaca cómo la vida social y política implica una enorme pluralidad de valores, lo que supone, necesariamente, la existencia de un fuerte conflicto entre ellos. ¿Alguno de esos valores, se pregunta Nussbaum, puede ser tomado como norma única de acción? Su respuesta, claramente, es que no. No hay, ni puede haber, como el teatro griego pone de ya de manifiesto, un valor que pueda ser considerado como valor absoluto de acción; ni tan siquiera valores como la amistad, el amor o el compromiso cívico.

Podrían parecernos escasamente relevantes estas reflexiones, habida cuenta de que, como dijo un profesor hace algunas décadas para referirse al marxismo, es algo de lo que se habló hace mucho en un lugar distante. Sin embargo, todos los sucesos que nos rodean nos deberían empujar a pensar, aunque sea un par de segundos, en la fragilidad que nos rodea.

Hace unos pocos años, la covid nos evidenció nuestra debilidad como especie. La invasión de Ucrania por Rusia nos mostró, otra vez más, cómo los regímenes autoritarios recurren sistemáticamente a la guerra como una forma de legitimarse. Pero también es un ejemplo más de esa lucha soterrada entre democracia y autoritarismo que se da en este planeta llamado Tierra. El eterno conflicto en Oriente Medio nos muestra la versión más cruel de nuestra propia inhumanidad, pero también lo que provoca la inacción de décadas de los poderosos de la Tierra.

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La fragilidad también afecta a nuestra realidad más inmediata. Los indicadores políticos que se realizan a nivel mundial, de forma anual, nos ayudan a observar los significativos cambios que se producen. De acuerdo con un estudio realizado en 2023 por la organización Freedom House, de 210 países que analiza sólo 85 pueden ser considerados, con imperfecciones, democráticos. Los restantes 125 países son sistemas autoritarios de distinto signo. Los datos de 2020, de la misma organización, mostraban que, de 195 países evaluados, sólo 83 eran democráticos. Más de la mitad de la población mundial vive, por tanto, en sistemas que restringen, como mínimo, sus derechos políticos básicos y donde la pluralidad de valores no es, ni remotamente, considerada como un derecho a proteger.

Cuando vivimos desde hace décadas en un sistema democrático podemos pensar que este puede ser eterno. Pero no hay nada más falaz. La democracia es un organismo vivo. Hay determinadas decisiones, y reformas, que la profundizan y ayudan a que se conforme como un sistema altamente legítimo y eficaz. Para ello es necesario el concurso del mayor número de individuos, y no sólo en el momento electoral. Otras decisiones afectan, sin ninguna duda, al apoyo que la inmensa mayoría de ciudadanos otorga a la democracia como modo de resolución del conflicto social y forma pacífica de toma de decisiones. No es posible dudar de la legitimidad de cualquier partido, que cuente con diputados suficientes en un sistema parlamentario como el nuestro, para firmar acuerdos que le permitan constituir un gobierno. La última entrevista de Felipe González muestra, con gran agudeza, las cuestiones que pueden afectar a cualquier sistema democrático, especialmente al nuestro. Por supuesto que es posible discutir la posibilidad de realizar un referéndum de autodeterminación en Cataluña, acordadas previamente las condiciones de salida, en una democracia como la española. Pero acordar, sin un mandato electoral explícito para ello, que es necesario un observador internacional, caracterizar al poder judicial, con todos los posibles defectos que pueda tener, con un adjetivo como 'lawfare' y aceptar que el Estado no cumplió las leyes en el tema catalán y sí, por el contrario, fue un Estado opresor es, cuando menos, considerar que España hace mucho que dejó de ser una democracia. Y eso sí que es situar al régimen español en una situación de fragilidad extrema.

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